EL HOMBRE DE LAS OCHO (RELATO)
Por: Bernot Berry Martínez
Sucedió en ese tiempo que con regularidad un grupo de jóvenes nos reuníamos por la noche, más o menos de siete a diez y media, a jugar ’Dominó’ y ’Tablero’ delante de una vivienda de un servicial y jovial señor. En tales juegos, aparte de las inevitables pequeñas discusiones originadas entre quienes perdían, el grupo se llevaba bien y nos ayudábamos en los problemas de la vida.
Claro, había una condición impuesta por la señora del amigo para reunirnos allí. Era la prohibición total de ingerir bebidas alcohólicas y que no gritáramos palabrotas. Todo eso lo cumplíamos casi de manera cabal, esencialmente lo relacionado al alcohol.
Las noches pasaban. Nosotros jugábamos a la vez que enfrentábamos con estoicismo la dura lucha por nuestra existencia.
Entonces fue que una noche, a eso de las ocho, súbitamente se apareció por el lugar un hombre fornido, de unos 35 años, tez colorada, para nosotros un desconocido total, el cual con lentitud, sin saludarnos, se acercó y en silencio se puso a contemplar con interés a los dos compañeros que en ese instante se enfrentaban en el ’Tablero’.
Quienes aguardábamos sentados en un banco de madera a que se levantaran los perdedores en ambos juegos para ocupar sus sitios, observamos al recién llegado con cierta cautela ya que eran tiempos dificilísimos, de aquellos terribles doce años del balaguerato (1966-1978), en los cuales el caliesaje (vigilantes políticos) era el pan de cada día, igualmente los allanamientos, asesinatos, desapariciones, angustias grandes en los padres. En fin, la juventud se encontraba ante una situación altamente peligrosa y depresiva. Desconfiábamos de cualquier individuo no conocido por todos. Por eso aquel hombre nos causó una honda preocupación, sucediendo que un gran silencio se fue apoderando del lugar mientras varios de nosotros nos preguntábamos con las miradas sobre quién era ese personaje.
De inmediato nadie habló. Estuvimos callados, ojeando de cuando en vez al desconocido, el cual tampoco conversó nada mientras se mantuvo mirando las distintas ’manos’ de ’Tablero’ durante el tiempo en que nos fuimos: 10:30. En tanto caminábamos para nuestras casas lo vimos quedarse en silencio observando al dueño de la vivienda entrando sillas, mesas, bancos, (siempre lo ayudábamos, pero esa vez nos largamos pronto.) Al otro día supimos con el señor que el individuo nada le dijo. Conocimos que ni siquiera le contestó las buenas noches cuando cerraba la puerta de la morada.
La verdad fue que ese tipo nos intrigó. Algunos aconsejaron que estaban vigilándonos y que lo mejor era dejar esas reuniones por un tiempo. Empero, otros consideraron que si lo hacíamos se podría poner peor ya que los chivatos considerarían que efectivamente en ese sitio se "conspiraba contra el gobierno".
¿Qué hacer entonces? La interrogante nos la hicimos en el patio de la casa donde vivía Manuel, un formidable jugador de ’Dominó’ y ’Tablero’, ganando siempre, sin nunca perder, un verdadero campeón, el más joven de nosotros, no más de 23 años.
Decidimos por mayoría seguir yendo y continuar con los juegos. Eso se lo hicimos saber al dueño, quien lo aceptó complacido, diciéndonos que tal vez ese individuo no era ningún calié (un insignicante al servicio de la Policía Secreta), sino un pobre infeliz que por pura casualidad se apareció esa noche para atenuar su soledad. Afirmó además: "Vean, muchachones, es probable que jamás lo volvamos a ver", y sonrió con aquella característica suya de persona madura, con experiencia, sin malicia, sociable, trayendo tranquilidad a nuestros briosos corazones.
Y volvimos al lugar. Aunque comenzamos a jugar nos encontrábamos inquietos, atisbando hacia los lados en busca del desconocido y de otros que podrían estar acechándonos. Pero a nadie extraño vimos. Todo hallábase normal. Por eso nos fuimos calmando, adentrándonos pausadamente en nuestra principal distracción. Y cuando nos encontrábamos de lleno en esa afición sorpresivamente advertimos que a las ocho en punto el mismo hombre apareció frente a nosotros, y sin saludar, altanero, se puso esta vez a contemplar las jugadas de ’Dominó’.
Está claro que nos pusimos más intranquilos que la noche anterior. Empero, esta vez no nos quedamos callados: hablamos, reímos, atacábamos a quienes perdían, alabando a los ganadores, principalmente al campeón Manuel. No obstante, no había sinceridad en nuestros actos pues el desconocido nos tenía altamente preocupado.
El dueño de la vivienda, quizá buscando intimidarse con aquel individuo le cuestionó si vivía cerca. Ese hombre lo miró con seriedad por unos segundos. Creímos que no le respondería. Y sin embargo, con voz grave, como si hubiera salido debajo de la calle no asfaltada, dijo: "¡Vivo por ahí!". Y nadie volvió a preguntarle nada. Y de igual modo pasaron varias noches: el tipo llegaba puntualmente a las ocho, se quedaba tranquilo mirando uno de los juegos, se iba cuando finalizábamos, retornando exactamente a la misma hora, sin importar mal tiempo ya que cuando llovía entrábamos a la morada.
Realmente ese hombre nos mantenía turbado. Él ni siquiera se sentaba, quedándose levantado en el tiempo que duraba allí. Tampoco jugaba. Solamente contemplaba con atención las fichas del ’Dominó’ y el ’Tablero’ en las movidas que hacíamos. Y de esa manera pasaron unas tres semanas. Entonces, en una pesadumbre noche, sin nada él decir, se sentó a jugar ’Tablero’ con uno de los jóvenes a quien todos le ganábamos.
Al verlo entretenido empujando fichas, absorto en cuanto efectuaba, decidimos acercarnos para verlo en acción. La gran verdad fue que le dio una pela al amigo. Y asimismo con todos nosotros, hasta que le tocó el turno a Manuel, nuestro campeón, ganándole también con increíble facilidad. Todos nos hallábamos muy asombrados. Y tratamos de que jugara ’Dominó’. Y él, callado como siempre, levantó el índice y señaló uno contra otro, sin frente. Y así lo hicimos. E igualmente nos venció, incluyendo a Manuel. No perdió una ’mano’. Enseguida, aquel desconocido, sin hablar una palabra, los ojos brillantes de felicidad, con tenue sonrisa se levantó, y sin despedirse, inflado por el orgullo que manifiesta el vencedor, lentamente se fue caminando. Nuestras miradas lo persiguieron hasta que lo avistamos perderse entre la sombría callejuela. Desde esa ocasión no volvimos a verlo. Y otra cosa, sucedió que varias noches después, quizá por la frustración que se apoderó de nosotros, todos fuimos perdiendo interés por tales juegos, aconteciendo que definitivamente los dejamos y jamás hemos vuelto a practicarlos.
¡Todavía nos interrogamos sobre quién era aquel hombre de las ocho!
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