'EL HECHO QUE SALVO LA HONRA DE UN PUEBLO'
Por Bernot Berry Martínez (bloguero)
Fecha : 10 de Enero 1917.
Hora : Próximo al Mediodía.
Lugar : San Pedro de Macorís.
Gregorio Urbano Gilbert
Durante aquella mañana gris por todo el pueblo trotaba una vil noticia: “¡Los americanos están desembarcando, los americanos están desembarcando!”,... Por eso numerosas personas, adultas y adolescentes, fueron a indagar al muelle de madera --muchas se guarecieron en sus moradas por cuanto pudiera suceder--, mientras otras se quedaban en las esquinas de las calles haciendo burlas sobre aquellos que días atrás habían jurado enfrentar a los que manchaban el suelo patrio y que en esos instantes por parte aparecían ( “los yanquis no vendrán a Macorís porque saben que les pegaremos fuego a sus ingenios”/ “daremos ejemplo al país”/ “no entrarán como perro por su casa”/ “nosotros tenemos pelo en pecho, ya verán esos jipatos”/ “que se atrevan a venir pa’ que vean candela, candela por toa parte”,... eran algunas de las variadas frases que corretearon sobre las polvorosas vías del pueblo cuando comenzaron los rumores en la capital de que los norteamericanos se preparaban a ocupar la provincia macorisana del Este.
Entonces, corriendo más deprisa que los curiosos y apretando con sus muñecas el holgado pantalón donde ocultaba objetos de inmenso valor, un jovenzuelo de 17 años, con su mente saturada por ideas nacionalistas, fue abriéndose paso con cierta dificultad hasta llegar al puerto. Ahí contempló unos barcos grises, costaneros, de donde continuaban desembarcando los forasteros. Su mirada se llenó de rabia e indignación al notar que los criollos estaban completamente indiferentes ante aquel espectáculo ultrajante, humillante, ofrecido por un coloso país contra una pequeña nación caribeña. Entre los primeros soldados que vio buscó oficiales. Pero no los encontró. Preguntó a uno de los mirones si entre los guardias extranjeros no había visto algún militar de alto rango.
--No, muchacho, los oficiale superiore partieron pal pueblo, dique pa’ la Gobernación --le respondió el hombre.
Dicha contestación le molestó mucho. Estuvo a punto de volver sobre sus pasos, de dejarlo todo, de aceptar aquella horrible indignación como todos lo habían efectuado, principalmente los jefecitos de Macorís, quienes comandaban a los grupos de combatientes que previamente formaron con el propósito de rechazar al invasor, pues esta provincia y la seibana eran las únicas que todavía los interventores no controlaban totalmente.
El joven miró el firmamento. De las alturas le pareció percibir un pensamiento duartiano (“La Patria ha de ser libre de toda potencia extranjera o se hunde la isla”) Sonrió. Enseguida fue que le vino la idea, ocurrencia que le pareció suicida, empero que alguien debería sacrificarse como ejemplo perenne. Acarició la culata del revólver que tenía oculto entre su ropa. Entonces, reconociendo que moriría en el hecho que pensaba realizar, extrajo de un bolsillo de su chaqueta un papel en el cual, apoyándolo contra un poste del alumbrado, redactando lo siguiente: “Muero, pero muero satisfecho porque es un acto de protesta contra la invasión de mi patria por fuerzas extranjeras”. El escrito lo guardó entre el bolsillo. Siguió observando atentamente a los soldados que estaban encima del muelle, siempre buscando al ansiado oficial, así como también un yate, ‘El Patria’, el que se hallaba al servicio de las Aduanas del país. Y así, buscando cuanto anhelaban sus ojos negros y brillantes distinguió frente a una grúa, sentados alrededor de una mesa, conversando, comiendo y bebiendo, un grupo de militares que por sus portes, uniformes e insignias, consideró que eran dignos de recibir lo que él anhelaba brindarles. Por eso volvió a sonreír. Entonces fue que sacó su .32 y gritando “¡Viva la República Dominicana!” les envió aquellas cinco descargas que celosamente aún guardan los enfermos manglares del Río Macoríx.
Escuchó gritos de dolor conjuntamente con el tic-tic del martillo del disparador, señal de que las balas en el cilindro se agotaron.
Los barcos sonaron sus clarines, llamando a zafarrancho de combate. Militares y civiles corrieron de un lado para otro. Reinó la confusión. Sólo el joven, sonriente, el revólver humeante en su diestra, contemplando hacia donde había disparado, se encontraba tranquilo. Pero rápidamente, quizá por los gritos de mandos, abandonó tal actitud, parapetándose detrás de unos bultos cercanos los cuales sirvieron para su defensa, pues soportaron las descargas que muy pronto hicieron desde las embarcaciones y otros lados contra él los soldados estadounidenses.
Un conjunto de hombres y mujeres que hacían chistes picantes en la famosa ‘esquina caliente’ de la Presidente Henríquez, impasibles al acontecimiento, corrieron desesperados en busca de protección al escuchar los fuertes estampidos porque creyeron que se estaba combatiendo por el puerto. Lo anterior me lo contaría mi madre, que siendo una jovencita lo recordaba bien, además su familia vivía en la indicada vía.
Sí, hubo terror en la ciudad. Numerosas puertas y ventanas fueron cerradas rápidamente.
Por los contornos del muelle zumbaban plomos por todas partes. Las personas, tiradas en el suelo, cubríanse con sus manos los oídos y apretaban sus dientes. Intenso era el olor a pólvora durante aquel tremendo ruido.
El joven trató de introducir más balas en el arma de cinco tiros, propiedad de su empleador. Sin embargo le fue imposible: no entendía bien su mecanismo.
A pesar de que los proyectiles le cruzaban muy próximo, zumbándole, llevándose trozos de los paquetes, extrañamente no había sido herido. Empero, con prontitud se aseguró que debía salir de allí, detrás de aquellos bultos, que no podía perder más tiempo. Y por tanto, blandiendo en alto el vacío revólver, voceando “Viva la República Dominicana”, con rapidez abandonó ese sitio. Y agazapado, corriendo con toda la velocidad que le proporcionaban sus bríos juveniles, mientras plomos de variados calibres pasaban por su lado sin siquiera rozarle (“eh, me encontré dentro de balas zumbadoras, como si estuviera dentro de un colmenar de abejas”, contaría más luego el joven a las fuerzas guerrilleras comandadas por el olvidado general Vicente Evangelista, “Vicentico”), fue alejándose del gran peligro.
--¡A Consuelo, básiga, donde Chachá! --alguien le voceó, haciéndole recordar que el general Goicoechea, alias ‘Chachá’, estaba preparando unos combatientes por la cercanía de dicho ingenio para hacerle frente a los norteamericanos.
Tomó la calle Naranjito, hoy Hostos. La gente le miraba con gran asombro. Una mujer, con un lío de ropa en las manos, le gritó: “Que la Virgen de la Altagracia te acompañe, hijo, te acompañe siempre”.
--¡Corre, muchacho, corre! --le voceó otra cuando llegaba por la calle Sánchez, vía que dobló deprisa, continuando su veloz carrera, en sus labios una tenue sonrisa.
En tanto iba trotando con la rapidez que podía por la mencionada arteria, pudo contemplar que una quinceañera le mandó un beso, un obrero un saludo, un anciano una sonrisa, un abogado un desprecio.
--¡Maldito, maldito! --chilló rabioso el propietario de un burdel cercano, el puño amenazante--. Mas él prosiguió corriendo con el arma todavía en la diestra, satisfecho por haber cumplido con su deber nacionalista. Dobló por la antigua Toconal, actual Fello A. Kidd, bajándola completamente. Silentes, los moradores de esa barriada le observaron pasar jadeante, trotando sin mirar hacia atrás. Cuando llegó al final de esa callejuela el jovenzuelo buscó la protección de un monte, al cual los macorisanos llamaban “El Potrero de Mallén”. Allí, entre yerbas, arbustos y árboles se sintió más seguro, empero no dejó de trotar, haciéndolo más despacio, por lo cual fue calmándose a medida que se adentraba entre el tranquilo paraje.
Él percibió la brisa oriental acariciar su rostro juvenil. Aspiró fuerte el aire montesino. Escuchó los alegres cantos de las aves que habitaban aquel recinto. Jadeaba, y sin embargo sonrió. Fue deteniéndose. Se sintió feliz. Casi rió a carcajadas recordando lo bien que todo le había salido. Se detuvo. Estaba bastante cansado. Se pasó la manga de su chaqueta por la sudorosa frente. Miró hacia todas direcciones tratando de encontrar individuos. Y como a nadie distinguió, gozoso, con cierto orgullo sentenció:
--¡Eh, hoy, sí, hoy he hecho historia!
Enseguida volvió a sonreír. Guardó el revólver entre su pantalón. Despacio, disfrutando el verdoso panorama hasta donde alcanzaban sus ojos, de nuevo volvió a trotar.
Macorís iba quedando atrás. Numerosas patrullas le buscaban con la precisa orden de matarlo. El pueblo entero comentaba su acción, unos en contra y otros a favor. Pero sí poseían concordancia la de aquel licenciado que estafaba un cliente almorzando en el ‘Hotel Saboya’ y la de un chulo del cafetín ‘El Paraíso’ ingiriendo un plato de sopa en la fonda de doña Friné. Ambos aseguraban, al unísono, la boca llena de comida: “¡Un loco, un pobre loco muerto de hambre!”
Contemplando desde cierta distancia al joven que continuaba trotando, saltando alegre mientras pájaros y mariposas revoloteaban en su rededor, se le escuchó vocear: “¡Caramba, qué lindo es mi país, qué lindo es mi país!”
Entonces fue que entre el viento movedor de las copas de los árboles, como las blancas nubes de nuestro cielo azul, llegó un coro de sublimes voces entonando el Himno Nacional Dominicano, porque la mancillada Patria había parido un nuevo héroe: Gregorio Urbano Gilbert*
Nota: Una parte de este trabajo fue extraído de la obra póstuma “Mi lucha contra el yanqui invasor de 1916”, nombre puesto por quienes la editaron al considerar que era más impactante, cambiando el apelativo original que fue “Viva la República Dominicana”, como le puso su autor, el internacionalista Gregorio Urbano Gilbert, considerándose un irrespeto a su memoria.