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Bernot Berry Martinez (Turenne)

LA MISION DE JAIMITO (Novela)

 

                               Capítulo No.9

 

Por: Bernot Berry Maretínez  (bloguero)

 

     En la pieza de los vecinos de Manuela y Pedro había retornado la calma. El hombre que salió huyendo hacia el comercio decía delante de unos sonrientes curiosos, bebiendo cerveza a pico de botella, que su mujer se ponía en esa forma, rabiosa, cuando deseaba ansiosamente de su fuerte sexo. Pero que él necesitaba descansar un poco porque había estado con un par de ‘hembrotas’ horas atrás, dejándolas desbaratadas... Entretanto, su concubina recogía cachivaches, hablaba sola y sus infantes retozaban desnudos en el sucio patio.   

     Los progenitores de Jaimito continuaban conversando sin importarles lo acontecido con sus vecinos. Conocían que eso pasaba con cierta frecuencia, volviendo ambos a juntarse como si nada hubiese sucedido. La lavandera manifestaba en ese momento que lo relacionado con el vástago de ambos estaba muy extraño, respondiéndole su marido que efectivamente de esa  manera él también lo veía.

     -Eh, y pasan tanta cosa rara en el mundo, Pedro, que uno ni tiene que pensá mucho en ello porque, caramba, puede perdé la chaveta si, uno puede perderla.

     --Hum, eso mimito creo yo sí, eso mimito, mujer. 

     --Bueno, quisá sea una visión, una visión por algo grande que pasará. Entonce, entonce lo mejor e' cumplí bien si. Eh, uno no sabe lo que puede pasá, uno no sabe -señaló Manuela, y Pedro expresó que le compraría ese tambor al muchacho debido a que no deseaba que nuevamente le saliera "el cocuyo grande jediondo a mangle", indicándole la lavandera que eso era lo mejor para todos.

      --Mira, Manuela, si tú hubiera vito esa vaina brillante y escucháo su rarísima vó diciéndome... -se calló porque su mujer lo interrumpió para decirle-: "Ya deja de hablá d'eso, Pedro,  deja  esa  cosa  pue' se me pone la carne 'e gallina. Ecucha, lo importante e' conseguirle el tambor a Jaimito, eso e' lo importante". 

     --Eh, tú tiene rasón, mujer, tengo que bucá el dinero pa' comprarlo, sin importá que me vea obligáo a empeñá o vendé lo que sea pa' conseguirle el redoblante a Jaimito. Eh, se lo conseguiré, Manuela, ya tú verá, ya tú verá --y se quedó sonriendo pensativo.   

     La fémina se alegró bastante. Por eso lo besó en la frente, en las mejillas, y con cierta pasión en los  labios. "Eh, vamo a... ji ji ji, vamo hacé un chin, un chin", susurró ésta al oído del macho, pero éste, riendo bajito, levantándose de la silla, aquietando a la hembra por los hombros, "shsss, shsss, má tarde, chulita, má tarde", le murmuró, apretándole un seno por lo cual ella lanzó un gritico, riéndose, volviendo a pedirle realizar el sexo, negándose el hombre porque el jovencito podría encontrarlos ya que estaba por levantarse, aprovechando la concubina para cuestionarle ("vaina de Manuela", diríase más luego el marido), si él amaba a su hijo ("¿tú quiere a Jaimito, Pedro?"). Esa interrogación le extrañó, preguntándole sin contestar la razón por  efectuarla, respondiéndole la lavandera que "por ná, sólo deseo saberlo, vaya, cambia esa cara fea, no e' pa' tanto, no e' pa' tanto".   

     -- Hum, mujer, tú siempre sale con cosa... Eh, claro que lo quiero. E' raroso si, pero e' macaco mío, e' macaco mío.  

     --¡Nuetro hijo, Pedro, nuetro hijo! --aclaró la fémina levantando el índice, riendo en voz baja, haciendo sonreír al concubino, quien dijo que sí, que eso era gran verdad, afirmando también--: "Mira, yo he pensáo en cuanto dijite, de que la gente no puede sé igual no. Eh, eso e' cierto si, to' el mundo e' ditinto, no podemo ser iguale, eso e' imposible". La concubina le contestó: "Claro, la gente e' ditinta. Me alegra oírte decirlo, me alegra". Y Pedro: "Sí, yo aprendí que en la vida tienen que habé diferente clase de tipo. E' por eso la esitencia de músico, médico, abogáo, pelotero, guagüero, eh, también obrero como yo, de vividore religioso y serio también, de numeroso pendejo, y de muchísima puta".  

     Mientras  Pedro  hablaba  Manuela  se  maravillaba, por eso se  interrogó  si  cuanto  le había contado no le afectó de modo positivo. Fue en ese instante que Jaimito se apareció por la cocina y: "¡Ción mami, ción papi!", contestando los progenitores, casi al unísono, "Dió te bendiga, hijo, Dió te bendiga", añadiendo la mujer: "¡Felí cumpleaño, Jaimito! Ven, déjame darte un beso", acercándose el adolescente, abrazándolo su madre y besándolo en tanto Pedro, volviéndose a sentar en la sillita, los contempló medio sonreído con el jarrito vacío levantado. "Hijito, tu papá te tiene una sorpresa, una sorpresa". /"¿Anjá, mami? ¿Qué? ¿Me consiguió el tambor, ah?"      

     --Ehh, te lo voy a comprá horita, muchacho. Pero primero déjame llegá a un sitio y luego vendré pa' que vayamo a bucarlo. Eh, ¿tú me comprende, verdá? –le dijo el zonero, volviéndose a poner de pie, dando unos pasos, deteniéndose en el umbral de la puerta que daba al patio para mirarlos porque el mozalbete había dicho ("¿oyó eso, mami, oyó lo que dijo papi?") 

     --Sí, querido, lo'cuché bien. Eh, ve y dále un beso a tu papá ya que él también te quiere mucho, mucho.

     Jaimito besó a su padre. Se abrazaron. Sonrieron. No obstante Pedro tenía que irse, debía de vender o empeñar la cadena y el guillito de oro, lo que fuera para obtener el dinero con el cual comprar el instrumento. Y el hombre se fue. Caminaba apurado. Notábase preocupado. Al pasar por el colmado de la esquina lo llamó su vecino, el del pleito, quien continuaba ingiriendo cerveza. "¡Ven, Pedro, tómate un vaso, tengo que contarte una pendejá!", le voceó, y levantó el recipiente por encima de su cabeza. Sin embargo Pedro apenas le saludó, continuando su camino. El vecino, extrañado, permaneció contemplándolo, siguiéndolo con su vista bajando por la calle Aurora rumbo al centro del pueblo, volviendo él a ingerir de la bebida espumosa, quedándose contemplando a un individuo alto y moreno, con cicatriz en la cara, quien entró en ese momento al negocio y pidió una botella de ron, percibiéndole un olor desagradable. Con disimulo lo miró destapándola ansiosamente para de inmediato verlo beber un larguísimo sorbo, asombrándose al notar que el contenido de alcohol quedó por la mitad. Empero, algo intuía que le conocía. Por eso continuó vigilándole, haciéndolo de reojo, advirtiendo que pagaba con un billete de cincuenta pesos, escuchándolo decir con gravísima voz: "Eh, deme otro pote y el reto de salami", ingiriendo prontamente otro largo trago, vaciando la botella, dejándola sobre el mostrador, guardando la llena entre su cinturón, comiendo  del  embutido  sin  observar  a  nadie, ni siquiera a un perro sarnoso que empezó a ladrarle cuando salió del colmado, así lo vio el vecino de Pedro en tanto recordaba rápidamente que unos meses atrás le pasó algo muy humillante, doloroso, con un tipo semejante a ése, quien podía ser el mismo. Sí, podía serlo, era igualito: alto y de tez oscura, con aquella peculiar señal en la mejilla izquierda, los ojos tirando a rojo, su ronca voz, esas manazas, el hedor que despedía,... Claro, tenía que ser aquel bandido. Podía desquitarse. Caerle a botellazos en la cabeza. La venganza es dulce. Pero no podía hacerlo allí. Ese no era el lugar. Sería visto. Caería preso. Le darían tal vez unos años por un terrible sinvergüenza, un tipejo quien debería estar bien muerto para que no siguiera haciendo daño a la gente que vive tranquilamente, sin meterse con nadie. Cierto, lo seguiría. Tenía ansias grandes por conocer dónde residía. Lo averiguaría. Así sabría el sitio en el cual moraba para poder en cualquier instante cazarlo si las circunstancias se lo permitían. Sí, él lo haría. Sería su revancha. Y el vecino pagó lo consumido, yéndose detrás del hombre, pero entonces se acordó que se hallaba desarmado como cuando le sucedió la deshonra. Y fue rápido a su casa. Fue recibido por su mujer boxeando. Esquivándola, sin contestar sus golpes e insultos, el vecino se cambió de camisa, se puso unos zapatos negros, buscó su navaja de barbero, muy filosa, la cual regularmente llevaba encima desde la noche aquella en que le pasó el asunto vergonzoso por el Hotel  Macorix, entre la maleza, cuando le hacía el amor a una fémina del barrio, concubina de un borrachón albañil quien con los años se ahorcaría en un almendro del Parque Salvador cansado por las tantas burlas de sus amigos de tragos. Cierto, el vecino había salido de su hogar, y aunque su  mujer le pegó un sartenazo en un hombro,  él  no  perdió  tiempo  en  continuar   persiguiendo  al   tipo   por   la  Domínguez  Charro  de manera  sigilosa. En esa forma lo siguió por el Muro de Contención, por el antiguo Parque Mauricio Báez, asimismo próximo al puerto,... Y en tanto lo perseguía con la cautela de un felino, memorizaba aquel triste acontecimiento acaecido con un individuo ("tiene que ser éte, eso lo juro por mi difunta madre", se afirmó). Claro, el vecino se acordaba bien. Con nitidez le llegaban las imágenes de ese pasado: él iba llegando al orgasmo, la concubina del albañil gozando bárbaramente, cuando repentinamente un hombre hediondo, con terrible tufo a ron y muy grave voz le murmuró que si se movía se lo enterraría, sintiendo en su cuello la fría punta de un largo cuchillo, ocasionando que se le helara el alma, atisbando de soslayo los ojos rojizos del tipo, hombre que con prontitud lo amarró bocabajo con una soguita, pegado al suelo, desde donde pudo notar que se abalanzaba sobre la hembra, violándola de manera atropellada, salvaje, el brillante cuchillo pegado a la garganta de la mujer, riéndose, escuchándolo gemir gozoso, viéndole descansar un ratico con el arma blanca cortando el aire, bebiendo un largo trago de ron, riendo, encaramándose de nuevo sobre la llorosa fémina, el vecino impotente, asustado, cerrados sus ojos con rabia, oliendo el olor de la tierra mezclado con el de la hierba. Entonces lo sintió llegar a su lado, y cuando abría sus órganos visuales percibió con sumo asco que el individuo comenzó a estrujarle su enorme pene contra el rostro suyo, y quiso violarlo también a él, no obstante no logró efectuarlo porque sorpresivamente un vehículo de la Policía llegó por el lugar alumbrando el matorral y los vio, escapando a todo correr el peligroso violador, siendo los amantes atrapados por los uniformados, quienes riendo se los llevaron detenidos, pero él les dio unos pesos para que no los condujeran al Cuartel Policial, quedando ambos libres con la condición de que no volvieran a tener sexo entre el montecito ya que para eso hay hotelitos diseminados por todo Macorís... Cierto, el vecino se mordió los labios por tan frustrante recuerdo. Prosiguió siguiéndolo. Esta vez lo realizaba  con  más enojo, mucho odio, sin perderlo, no lejos de él, ya casi sin disimulo. Y le contempló llegar al Malecón, saltando  el  murito  gris, dirigirse  hacia  unos uveros, penetrando allí, quedándose el de La Aurora junto a la murallita con sus manos encima de la suave superficie, su mirada fija en dicho sitio, escuchando el trinar de una gaviota, observándola explorando el calmado mar antillano, cerca de la costa, en vuelo estático, tal vez buscando lanzarse en picada hacia algún objetivo en la superficie. Y se quedó ahí, tranquilo. Debía de esperar. Y se sentó. Podría llegarle la oportunidad de ejecutar su venganza. Claro, ¿por qué no? El paraje se encontraba con poca gente. El tránsito era escaso. Todo hallábase a su favor, con la excepción de dos infantes semidesnudos que estaban frente al Hotel Macorix. Y anheló un poco de alcohol, lamentándose no haber traído una botella de ron. Los minutos fueron pasando. El vecino advertía que el hombre no salía de las matas de uvas playeras. Se dijo que con seguridad el tipo se encontraba durmiendo bajo la sombra de los uveros. Y sonrió al cielo azul, como dando las gracias a lo que quizás allá en lo alto maneja lo de aquí abajo. Y se dispuso aproximarse al sitio para echar una ojeada. Y efectivamente, el apestoso se hallaba acostado bocarriba, roncando fuertemente, el  recipiente de ron vacío a su vera. Y por eso él, apretando los dientes, tranquilamente se le acercó y le propinó un tremendo tajo en la garganta con su filosa navaja que un chorro de sangre saltó alto, casi a un metro, quedándose el vecino mirando cómo la vida se le iba al individuo, quien despertándose súbitamente se encontró lleno de sangre, saliéndole a borbotones por su gaznate. El hombre se quiso tapar la herida con los dedos. Sus ojos los tenía muy abiertos. Trató de incorporarse, pero cayó al suelo de costado, viendo desde ahí una visión borrosa de un hombrecito desconocido que le contemplaba sonreído. Y el vecino, muy contento, tarareando una bachata, sintiendo que un gigante peso alojado en sus entrañas salía de su interior, se fue andando por la costa. Entre el mar lavó su navaja, guardándola en el bolsillo derecho del pantalón. Cruzó por la playita y el rompeolas, saliendo por donde antes, años atrás, se hallaba el Casino Miramar (Los Coquitos), no lejos del pequeño Monumento a los ahogados (unos años después pondrían por ahí una estatua en honor al poeta Gastón F. Deligne), yéndose caminando hasta llegar por los tanques de Melazas, cogiendo por ahí un motoconcho que lo condujo a un barcito por el Puente Higuamo, realizando en  ese  lumpanal una parranda hasta el amanecer, sin conversar con nadie del asesinato, crimen este que quedaría como un suicidio a consecuencia de que la Policía pudo averiguar que el hombre aparecido muerto entre los uveros se encontraba afectado del SIDA, así contaba en un informe de Salud Pública, asegurando sus familiares de que por eso estaba muy deprimido, bebiendo constantemente. Unos meses después, el vecino, tal vez arrepentido por cuanto había hecho, se hizo miembro de una iglesia protestante, 'Pentecostal', y con el paso de las semanas se fue poniendo delgadísimo, hasta que no pudo volver a salir de su casa, acostado siempre en su lecho, muriendo una tarde calurosa gritando perdón por sus grandes pecados, corriendo el rumor de que su mujer lo había ido lentamente envenenando para quedarse a vivir con un joven miramareño, algo que nunca pudo comprobarse.  

     Entretanto, Manuela decíale a Jaimito: "Bueno, hijo, pronto tendrá tu redoblante, así que lávate la cara y la boca y ven pronto a desayuná que te tengo uno yaniqueque pa' que lo coma con chocolate". El jovencito dijo que sí, tenía hambre, y rápidamente hizo cuanto su madre le pidió, sentándose pronto en la sillita de hierro. Mientras arrimaba el asiento a la mesa para comenzar a ingerir el desayuno servido, manifestó: "Ojalá papi venga pronto, pue' ya quisiera tené mi tambor pa' ensayá un poco ante de que"... (Jaimito dejó de hablar) Su mamá le preguntó: "¿Ante de qué, hijito?". El adolescente comenzó a comer. Con la boca llena respondió: "Eh, bueno, uno tiene que ensayá, mami, uno tiene que ensayá".

     La madre, sonriendo, lo contemplaba con dulzura. Entonces le expresó que le tuviera confianza, que debería de contarle cualquier cosa pues era su mamá. Y Jaimito dejó de masticar para mirarla. Notábase confuso. Fue en eso que sus ojos parpadearon varias veces, interrogando de inmediato: "Mami, ¿le dijo algo de mí abuelita?" Y la madre: "Hum, ella me contó dique tú tiene una cosa que hacé, algo así como una misión".Y él: "Le dije a  ella que no se lo dijera, pero m'engañó,  m'engañó". Y la madre: "¡Ay hijo, no hable así, no hable así!". Y Jaimito: "Eh, eh, m'engañó, mami, m'engañó  como a un bobón". 

     --Vamo, hijo, ya no me hable del asunto ese, dique de la misión, pero sigue comiendo, sigue comiendo.

     --Ya no tengo hambre, mami, no tengo hambre --el jovencito se dispuso a levantarse de la mesita, empero la progenitora lo detuvo por los hombros, pidiéndole que continuara ingiriendo el alimento pues lo notaba flaquito --E' que no tengo hambre, mami, ya se me quitó --volvió a manifestar, agachándose para irse por debajo de la mesa.

     La lavandera volvió a detenerlo, expresándole: "Vamo, cariño, cambia esa carita, cámbiala por favor. Recuerda que soy tu mamá. Vamo, ponla bonita, ponla bonita" --le pasaba su mano por la frente y los cabellos. 

     --La gente grande engaña a uno, engaña a lo muchacho como yo, y eso e' muy malo, muy malo --dijo con lastimera voz. 

     Manuela se estremeció con esas palabras. Apenas pudo murmurar: "Perdóname, hijo, no quise ofenderte, no quise, e' la verdá". Mas Jaimito le afirmó que no estaba enojado con ella, sino con su abuela, porque no le gustaba que lo engañaran ("no me guta ni un chinchín eso no")  

     --E' que tu abuela pensó que podría ayudarte al contármelo, Jaimito. Ella piensa que tú debe comé mejor. Te traerá miel, miel de abeja pa' que la coma con pan y leche --volvió a pasarle su diestra por el pelo-       

     --Claro, mucho cren que voy pa' loco. Eso e' lo que pasa. ¿Y sabe una cosa, eh? --la señaló--. Mire, yo pienso que papi no me comprará ningún tambor. Eso e' un truco de utede, un truco de gente grande pa' engañá a un muchacho bobalicón como yo, claro, pa' enganá a un bobalicón como yo.  

     --¡Jaimito, Jaimito, no hable así, no hable así que tal cosa no e' verdá, no e' verdá!                                                                                     

     El mozalbete empezó a lloriquear. Se le zafó a su madre. Alejándose iba diciendo: "Me voy..., voy a dá..., voy a dá una vuelta ... por ahí".  Manuela le voceó angustiada: "¡Epera a tu pai, Jaimito, epera a tu pai, epéralo!”. Sin  embargo, el jovencito no le hizo caso, ya que trotando se fue hacia la calle mientras su madre se quedaba boquiabierta, asombrada, apenada, los ojos fueron poniéndosele llorosos, y meneando su cabeza, con gran angustia fue sentándose lentamente en la sillita. 

 

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