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Bernot Berry Martinez (Turenne)

UNA FLOR PARA EVANGELINA ROGRIGUEZ (¿1879?-1947)

UNA FLOR PARA EVANGELINA ROGRIGUEZ (¿1879?-1947)

                               Capítulo XIII

                              (Novela-Histórica)

                  Por :Bernot Berry Martínez    (bloguero) 

 

Dra. Evangelina Rodríguez

    Afirma el escritor Antonio Zaglul que a Evangelina Rodríguez  la  encontraron  desmayada en una carretera del Este, siendo conducida a la vivienda de sus familiares, en la calle Rafael Deligne, y que dos días después, el 11 de Enero de 1947, a la una de la tarde, falleció de inanición. Asevera bien al comentar que su muerte es una enorme incongruencia, pues nuestra primera médica, quien tanto combatió y se sacrificó para que los pobres no expiraran de hambre --¡vaya sorpresa de la vida!--, murió por falta de alimentarse. Sí, feneció de necesidad, expulsada como leprosa del pueblo que tanto socorrió. Y sucedió de esa manera debido a que así lo anhelaban sus poderosos enemigos, unos enanos mentales que no llegaron a comprender a esa fémina de altísima intelectualidad. Es más, todavía sus ideas y principios, a tantos años de haber expirado, les quedan grandes a curas, pastores, muchos ricos, como también a supuestos resentidos letrados, cadáveres sociales que apoyaron la tiranía demencial de Rafael L. Trujillo Molina. Es por motivo de estos últimos que determinadas personas pensantes con frecuencia se interrogan: ¿Cómo estos cultos individuos, sentados a la mesa de sus acomodadas moradas, pudieron observar a sus hijos ingiriendo un alimento manchado con la sangre de tantos patriotas? Por consiguiente, tiene bastante lógica esa explicación de que numerosos de sus vástagos, ya jóvenes, estudiando en la única Universidad de entonces, la USD, repudiaron cuanto efectuaron sus progenitores, ya que sus conciencias se hallaban muy adoloridas y deberían demostrar que eran sus contrarios. Cierto, se encontraban emocionalmente heridos por el popular índice acusador, refugiándose en el clandestino y heroico Movimiento 14 de Junio, dirigido por el héroe Manuel Tavárez Justo. Pero pronto la mayoría se apartó de esa Organización cuando consideraron que muchos de sus principales dirigentes eran nacionalistas de la izquierda revolucionaria. Por eso, inmensos oportunistas afines a sus padres, cumpliéndose la genética, buscando protección a sus bienes, de igual modo a sus parientes, con bastante ardor se inscribieron en el denominado PRD, dirigido por el socialdemócrata Juan Bosch. Cierto, se cobijaron en esa Institución escalando con prontitud ciertas posiciones cimeras, manteniéndolas durante años, traicionando con los años al fundador dirigente, uno de los magnos Latinoamericanos del Siglo XX, tanto en Política como en Literatura. Y es que nuestros campesinos siempre lo han manifestado: “El perro huevero, aunque le quemen el hocico”...        

    Lo siguiente se sugiere con gran firmeza: contra los malignos sujetos que tanto daño le ocasionaron a la quizá más extraordinaria mujer nacida en Dominicana, Andrea Evangelina Rodríguez Perozo,”Lilina”, nos unimos para vociferar a los vientos del mundo: ¡Mil veces malditas sean sus memorias!”                                       

    De acuerdo al distinguido Dr. Zaglul Elmúdeci, nuestra destacada educadora-médica, luchadora por los humildes, murió en la casa ya mencionada. En la misma, con el paso del tiempo, funcionaría la denominada “Funeraria Martínez”.      

    Por todo Macorís se esparció rápidamente la noticia acerca de su defunción. Y por esa causa pudo ser que algunos recordaron que ella había amparado en demasía a sus coterráneos, además a numerosos del país, incluyendo hasta de lejanas naciones. Sus servicios de educación y medicina los prestó con fervorosa devoción y amor. Andrea fue una heroína  del Humanismo. Prácticamente se quitaba el pan de su boca para dársela al hambriento. Fue gran amante de la niñez.              

    Supe que nunca se había percibido tan triste y solitario el siempre sombrío Macorís, que durante aquella tarde del entierro de la Dra. Rodríguez. Aseguran que un ambiente pesaroso lo dominaba, que el firmamento se notaba abatido y grisáceo. “La Lechuza”, temible carruaje tirado por fornido caballo, se aproximó con lentitud a la vivienda mortuoria. Vino a llevarse el cadáver. Estaba conducido por un personaje alto, vestido completamente de negro, de tétrico aspecto, con largo sombrero pardo y pañuelo rojo sujeto al cuello. Era un decente señor de Miramar, y le apodaban ‘El Barón’. Los poquísimos concurrentes que allí estaban se estremecieron con su estrafalaria figura. 

    Cuentan que por el contorno comenzó a escucharse con claridad, a intervalo de segundos, una persistente y melancólica tonada de una tórtola. El ave no se veía por parte, pero trajo mayor angustia a los asistentes, ya que ese constante canto es muy penoso, aflige muchísimo a quienes lo perciben.                                                                    

    Un baratísimo ataúd gris --tal vez dado por la Sanidad--, cargado con prontitud por unos vecinos, fue sacado de la residencia y entrado al vehículo funerario, moviéndose de inmediato el corcel, algo inquieto. Era impactante el momento. Por un instante los presentes creyeron que el animoso jamelgo partiría con rapidez, dejándolos boquiabiertos, perdiéndose presuroso cual lo ejecutaba con relativa frecuencia. Sin embargo, el cochero del estirado sombrero --prenda que utilizaba para ocasiones de cortejo sosegado--, logró tranquilizarlo, vociferándole ciertos gritos enigmáticos, haciendo que los asistentes se miraran asombrados. Poco después el conductor puso al caballo en marcha despacioso, pausado.   

    Escasas personas, algunas relacionadas al magisterio, empezaron a caminar detrás del coche mortuorio. De igual manera lo fue haciendo la triste tonada de la tórtola, pájaro que nadie aún había contemplado. Como ya se informó, ese canto se clavaba hondo entre los sentidos, agobiando a quienes lo escuchaban. Igualmente, a unos veinte metros del cortejo, unos intimidantes individuos, ingiriendo ron, pasándose la botella, con visibles revólveres entre sus cinturones, seguían al entierro: eran los insignificantes caleses, los que ni después de muerta dejaban en paz a la Dra. Rodríguez. 

    Se  confirmó  que  la  difunta no sería llevada a ninguna Iglesia. Es  que  se hallaba  muy divulgado que Evangelina no creía en curas ni en otros religiosos, no era dogmática, sino una verdadera libre pensadora, volando de forma similar a las tijeretas. Además, previamente se había averiguado que en el templo católico no permitirían la entrada de su cadáver. Se supo que un grupo de beatas, junto a monaguillos con cruces y gorditos infantes con grandes velas blancas, dirigidos por un barbudo sacerdote, se encontraban en vigilancia extrema con la finalidad de impedirlo “en el nombre de Jesús”. 

    Dicen que la extinta fue llevada directamente al camposanto de Villa Providencia. Mientras era trasladada hacia allá, por donde fue pasando ‘La Lechuza’ se apreció un intenso silencio, quebrado sólo por el triste y perseverante canto del pájaro. Incluso no había personas en las calles, así lo advirtieron y comentarían aquellos que acompañaron al luctuoso carruaje...        

    Un tiempo atrás, durante preciosa tarde crepuscular, por el Muro de Contención, finalizando el balague rato, los caleses todavía en su incesante acecho, me comunicó un extraño hombre relacionado con el ocultismo (era bajetón, unos catorce años mayor que yo), que por ahí por el 1947, un anciano místico, tal vez por agradecimiento o porque le tomó simpatías por ser un joven esotérico, le dejó varias importantes notas, algunas relacionadas al sepelio de la educadora-médica, Dra. Rodríguez. Me expresó que las conservaba en un frasco bien tapado, de arcilla, y que con gusto podría enseñármelas pues de seguro me podrían interesar, pudiéndolas utilizar en algún futuro trabajo. Lo cierto fue que su ofrecimiento me intrigó. Por eso, a consecuencia de mirarlo tan tranquilo, con sus ojos calmados --intuí que no estaba perturbado mentalmente--, decidí seguirle a su cuartucho al decirme que no se encontraba lejos de allí, pues consideré: “¡qué carajo, el que no indaga no puede averiguar nada!”. Llegamos a donde vivía. Enseguida me trajo un antiguo frasco de color marrón, en donde guardaba las mencionadas referencias. Noté que estaban perfectamente conservadas, algo amarillentas por los años. Advertí que se hallaban escritas en tinta. Traté de leer un par de ellas, sin que el señor me quitara la vista. Distinguí que su autor tenía un excelente dominio de la escritura, también una hermosa caligrafía, igualmente una amplia cultura. Poseía un modo excelente de narrar, sencillo, comprendiéndolo totalmente. Al interesarme su contenido, el enigmático señor sonrió con amplitud, aconsejándome que las agrupara y organizara, pasándolas a maquinilla. Me indicó que le sacara una copia para él conservarla, quedándome con el original, pero que le devolviera la botella con todas las anotaciones. Eso sí, me pidió ser en extremo discreto con las mismas, ya que habían pertenecido a un hombre de grandioso honor, a quien admiró en exceso, recordándolo con insistencia. Su ofrecimiento me era muy conveniente, de esa manera lo entreví. Bueno, estaba claro que podía hacer cuanto me pidió, con eso no tendría problema, sino lo contrario. Y le prometí pasarlo pronto a máquina, como también tener gran discreción con ellas, sin enseñárselas a nadie, manteniéndome callado.     

    Nos despedimos con un apretón de manos, dándome cuenta que había sinceridad en su sonrisa. Me pareció que era un hombre honesto, sintiéndome honrado por haberme escogido para examinar esas anotaciones que hablaban sobre el sepelio de la admirable Evangelina Rodríguez. Emocionado, envuelto entre una funda negra, me llevé el envase con los manuscritos. Recuerdo que lo cargaba con delicadeza, cual si fuera un tesoro. Ahora bien, me manifesté que debía de cumplir con dicho pacto, no comentándolo con nadie. Bueno, siempre he cumplido con esa ética: jamás he revelado absolutamente nada acerca de cualquier asunto contado, al menos que me lo permitan. Quizá por ese motivo es que ciertas personas me refieren increíbles cosas, haciendo que algunas personas piensen que son de nuestra imaginación.  

    Y fui ordenando las notas de acuerdo a como su desconocido autor las fue fechando. Eran muchas. Por eso salió un largo trabajo. Cavilé que lo había efectuado bien. Y en grisáceo atardecer le llevé su duplicado de varias páginas, asimismo las notas entre su frasco. Él habitaba en una pequeña vivienda no lejos del Río Macorix (Higuamo) Por suerte le hallé, entregándole sus cosas. Aquel señor escrutó con interés la copia del documento, volteando hojas, leyendo varias líneas deprisa. Vislumbré que quedó satisfecho. Me dio las gracias en tanto su rostro se iluminaba con una franca sonrisa. Le aseveré que el original, como me sugirió, lo archivé para utilizarlo en caso de presentarse alguna importante ocasión con referencia a tan loable doctora. Y él, contemplándome un instante, tal vez escudriñando mis emociones, me confirmó encontrarse de acuerdo. Expresó que más tarde lo leería en forma despaciosa, para  recordar asuntos pasados.  

    Con el paso de los años ya no me acordaba de aquel trabajo que había transferido a máquina, conservado entre un bultico junto a otros. Y aunque de cuando en vez el misterioso señor y yo nos encontrábamos por el Muro admirando algún bello atardecer (“Ningún crepúsculo es similar”, decía con espléndida sonrisa), no conversábamos acerca de aquellas notas. Empero, los ocultistas afirman “que todo cuanto existe le llega su momento para lo cual fue constituido“. Y eso fue cuanto sucedió. Al memorizar el escrito guardado, pensé que le llegó el instante de sacarlo del bolso y utilizarlo en cuanto estaba efectuando con dificultad. ¿Y por qué? Bueno, a consecuencia de que me había decidido redactar un trabajo sobre Evangelina Rodríguez, consideré que aquel valiosísimo testimonio del anciano podía emplearlo, dándole a la narración mayor afectación. Y me apersoné donde el señor a pedirle su autorización, ya que anhelaba usarlo en tan espinoso proyecto. Él sonrió con esa franqueza que poseen los buenos hombres. Claro, él era un avanzado esotérico, quizás hasta ya lo aguardaba. Me insinuó con franqueza que lo podía usar en esa aspiración, mas, con nobleza me solicitó que no pusiera su apelativo y menos el del místico relatador, porque a ellos no les agrada el protagonismo, llamar la atención, vender imagen, señalándome que eso les hace disminuir su grandeza espiritual, descendiendo en la escala. Empero, sin entender cuanto me indicó, le prometí no colocar sus nombres. Es que la verdadera ética así lo exige. Si una persona no lo quiere, hay que respetárselo, es su derecho. Y por eso me sonrió, creyendo en un compromiso no cumplido, dando ya por certeza esa promesa. Además, soy pésimo recordando apelativos, esencialmente si no los anoto. A veces nos veíamos cerca del río y de veras no memorizaba el suyo, lo cual me disgustaba pues él recordaba muy bien el mío. Nos saludábamos con respeto, dialogando sobre numerosas cuestiones, incluso de cuanto me hallaba escribiendo. Le prometí regalarle un ejemplar con su respectiva dedicatoria si lograba alcanzar la hazaña de publicarlo, algo difícil para mí de conquistar. Es que lo positivo se me hace con frecuencia inalcanzable, aunque siempre consigo cuanto anhelo, ya que soy muy perseverante.  

    Poniéndome la diestra en mi hombro me aseguró: “¡Aunque los cizañeros te hacen la vida difícil, lograrás editarlo, tenlo por seguro!” Sus palabras me dieron esa fortaleza para continuar esforzándome con más devoción hasta alcanzar la cima.      

    Formuló algo que yo conocía bastante bien. Y es que algunos macorisanos son muy apasionados en lisonjear a los acaudalados. Afirmó que Macorís es un pueblo donde por generaciones han imperado familias enteras de calieses y caliesas, existiendo en todos los gobiernos, aseverándome que lo llevan en la sangre, es algo genético. Dijo que a esas viles estirpes les complace, como si fuera su alimento esencial con el cual sobreviven, efectuar tan denigrante tarea. Me indicó que son letrinas andantes, personas sin sentimientos, capaces de cualquier vil asunto. Quizá por eso me aconsejó confiar más en la suspicacia, pues en ésta se encuentra el germen triunfar de toda noble apetencia, dejando atrás el negativismo.   

    Formuló que ciertos tipos adinerados, sin importar donde residan, les hacen la vida problemática a quienes no los ensalzan. Y como hay personas que no adulan, que aspiran existir en libertad, aman ser republicanos y demócratas, consideran que la  adulación no deben hacerla por la igualdad ante el Espíritu Universal. Y por ser de tal manera, con regularidad poseen fuertes problemas. Mas, tienen su modo de vida, son personas que se juzgan redimidos a consecuencia de lo establecido por la gloriosa Revolución Francesa, aquel formidable social Movimiento transformador de nuestro mundo, logrando que millones de infelices vasallos se convirtieran en seres libres, con análogos derechos.

    Subrayó que algunos potentados pretenden ser semidioses, que la prepotencia los domina y atolondra, pensando que jamás se extinguirán. Son grandes desgraciados e ignorantes. Dijo que demasiados se hallan rodeados de infelices lisonjeros y rencorosos sociales. Tales ricos no alcanzan a comprender su acorralamiento por esos temibles simuladores, sólo leales a ellos mismos, quienes con bastante regularidad se apropian de esforzados trabajos ajenos con la finalidad de conservar su buena posición socioeconómica. 

    Me denunció que nuestra ciudad, otrora luchadora por la democracia, de valerosos y valientes investigadores en variados géneros, ha sido convertida en enorme vertedero. No obstante, en tanto lleguen los inevitables cambiadores tiempos de la Sociedad, esos inmundos bichos vivarán acechando a ciudadanos de valía, sin importar régimen, pisándoles hasta sus sombras, vigilándoles de forma cautelosa, capaces de realizar cualquier habilidad nociva con el propósito de desvanecerlos. Expresó que los resentidos se deleitan cerrando puertas, ventanas, tapándoles hasta pequeñísimas rendijas a cuantos no son como ellos, y que sus cínicas sonrisas son muy eficaces para trampear y chantajear. Señaló que la inferioridad tiene sujetada de forma constante a nuestra población, sosteniéndola decaída, sin poseer valerosidad. Que muchos de esos ciudadanos solamente aspiran a que los sinvergüenzas politiqueros traten de resolverles sus problemas, y que estos perversos tipos, con la picardía que les caracteriza, con desfachatada sonrisa se los prometen, ignorando los  primeros que  esas  ofertas  van “a donde el diablo lanzó sus potentes tres voces”.

    Comentó que ciertos macorisanos son individualistas, expertos “en buscársela”, tornándose en acérrimos enemigos de la verídica frase “en la unión está la fuerza”. Empero, que como todo tiene su tiempo en la vida, existen excelentes personas aguardando esa esperanzadora verdad, de que inmensos cambios vendrán a este país, al mundo, con enorme paz para todos...   

    Sin  embargo, el importante documento del osado señor lo publico emocionado en este relato. Y lo he puesto casi literalmente, más o menos fiel, aunque le hice ciertos arreglos para adaptarlo a nuestra forma de escribir. Por tanto, juntando sus observaciones mandadas al entonces joven, con intervalos de días en aquel 1947, me di cuenta que era extenso. A continuación presento tan plausible labor de un ser formidable, a quien sin haber tenido la distinción de conocerlo, mi conciencia le tiene una colosal admiración. Aquel don, un hombre en consonancia con la Naturaleza, quien pudo alcanzar tal vez la otra dimensión, un nacionalista-guerrerita por justa obligación, le relató al principiante esotérico lo siguiente:

    “Como me has pedido que te cuente asuntos de mi existencia, debo comenzar por algo bien importante, confesarte que fue grandioso y penoso cuanto me aconteció por ser testigo del entierro de la Dra. Evangelina Rodríguez. Bueno, es que me hallaba bien enterado de que nuestra primera doctora poseía un espíritu superior, altamente  evolucionado. Por eso tuve que aproximarme al cementerio a esperar su sepelio. El sector se encontraba tranquilo. La gente, viéndolo aproximarse, entraba a las viviendas, trancándose, quizá temerosas de ser vistos por seres peligrosos. Y ahí yo me quedé, completamente solo, escuchando con claridad una entristecida tonada de una tórtola, aves de paz y amor. Y debido al canto sonreí, porque consideré que Evangelina estaba siendo despedida por el propio Ecosistema, lo cual era colosal. Es que únicamente a los grandes seres se lo formalizaban. Me alegré de estar allí, de ser participante en tan importante acaecimiento. Entonces sucedió, como con regularidad acontece en entierros de seres superiores, que cuando el funerario vehículo se hallaba a menos de una cuadra de donde me encontraba, en el espacio vacío comprendido entre la comitiva y unos individuos con visible apariencia de ser siniestros delatores, súbitamente surgió, envuelta entre reluciente y verdosa luz, una bella doncella trajeada con largo vestido de color nevado puro. Y quizá con la excepción de nuestra percepción mística, nadie pudo verla. Procedía de la cuarta dimensión --el tiempo--, una enviada de nuestros Maestros para despedir a tan ilustre noble mujer. La joven estaba descalza, sosteniendo en su diestra una radiante y blanquísima Flor. Llevaba en su cabeza una corona de laureles. En eso, pasando ella a pocos metros de mí, pude admirar su inmensa belleza de gran mestiza, poseedora de un rostro con las disímiles ‘razas’ que pueblan a nuestro planeta, que en el fondo es la Humana. Y tuve que sonreír porque vislumbré que muy de veras esa doncella realmente era del otro lado, encontrándome como fiel testigo de tan formidable acontecimiento”...

    “Sí, maravillado me fui detrás del sepelio, pegado a las polvorientas moradas de madera, notando a la templada joven con su vista fija en los escasísimos acompañantes. Aquella beldad, seguramente una ninfa de los bosques olímpicos, prosiguió a la misma distancia en la cual apareció. No miraba hacia los lados. Con certeza escuchó variadas puertas, ventanas, persianas, también escurrir de cortinas, cerrándose con impresionante desdén al cruzar el carruaje delante de sus hogares. Tales realizaciones les eran muy regocijantes a los chivatos, quienes contemplaron deleitados hacia las casas en las que se cometieron los últimos desprecios hacia la intachable consignada Señores del Cosmos. Se percibía con más intensidad el doliente cántico del pájaro. Lo  busqué con ansias de admirarlo, pero no pude divisarlo. Llegando el cortejo a la entrada del cementerio, dos fornidos hombres que estaban allí tal vez para eso, sacaron con prontitud el féretro, y cargándolo penetraron al camposanto seguido por la comitiva, la joven y por mí, asimismo por los funestos individuos. El ataúd fue colocado en una tumba cercana, a pocos metros del ingreso a esa pequeña necrópolis, a la derecha, en su primer cuadrante, junto a su abuela doña Tomasina y su tía Felícita. Yo conocía esa familia desde Higüey. Por eso te puedo afirmar que otra vez el destino las volvió a reunir, ahora difuntas, esencialmente a la nieta ‘Lilina’ con su querida abuela paterna. Empero, en tanto el féretro era introducido en la sepultura, temerosos quizá los valerosos concurrentes por la presencia de los cinco odiosos sujetos, pude advertir que ninguno se atrevió a pronunciar un cumplido de despedida a tan merecida fallecida”...

 

NOTA: Esta obra se halla registrada en la Oficina de Derecho de Autor como manda la Ley 65-’00.

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