'UNA FLOR PARA EVANGELINA RODRIGUEZ' (¿1879?-1947)
(Novela-Histórica)
Capítulo VIII
Por: Bernot Berry Martínez (bloguero)
Después de varias semanas del horrendo estupro a la Dra. Rodríguez, los tres jóvenes militares, vestidos de civil, enviados en una ‘misión especial’ por su sargento, amanecieron muy próximo al arroyuelo donde aconteció la brutal deshonra. Estaban allí con la orden de vigilar a los hermanitos y de actuar como fieras si la ocasión era precisa. Poseían ansias de vengarse. Aseveraban que por culpa de tales jovencitos, por ser habladores, chismosos, sus padres les habían expulsados de las viviendas. Cierto, como a hediondos perros los echaron. Y se encontraban muy adoloridos. Entre ellos, sin quitar la vista del riachuelo, ansiando verlos llegar con los recipientes, más o menos dialogaban, claro, no textualmente:
“Y todo por esa vieja loca, gran enemiga de Trujillo el ‘Grande’. Pero ya verán esos tipitos. A la Guardia hay que respetarla, carajo, lo dice el sargento. No podemos dejar que nos irrespeten. Somos los soldados del ‘Jefe’. Nosotros mandamos en todo el país. ¡Hacemos cuanto queremos, lo que nos venga en gana!”.
“Sí, es por culpa de esos carajitos que vinieron los viejos ‘cachimberos’ a botarnos, gritándonos pendejadas, dizque porque abusamos de esa loca comunista”.
“La verdad es que esos viejos no entendieron cuando dijimos que ella tenía grandes deseos de que se lo hiciéramos, poniéndola a gozar. Se los explicamos con claridad diciéndoles: eh, comprendan que nos suplicó que le diéramos candela por su parte. ¿Lo comprenden, ah? Y por esta aclaración que les dimos, recomendada por nuestro tremendo sargentazo, ellos se molestaron más con nosotros. No los entiendo no”.
“Es porque somos guardias, jóvenes, potentísimos. Las mujeres se vuelven locas con nosotros, y las viejas más todavía. Pero nuestros padres no quieren entenderlo. Creo que están celosos. En el fondo nos envidian. Es que son gallos acabados, no levantan ni con orquesta, están listos y servidos”.
“Ya verán esos carajitos. Son unos tremendos frescos. De seguro que son pajaritos. Bueno, el papá es un pendejo grande, pues sabe quién mató a su padre, robó su tierra y no le hace nadita de nada, trabajándole gratis de sol a sol, pagándole así por dejarlos vivir en esa maldita loma con su azaroso conuquito”.
“Sí, esos tipitos tendrán que vérselas con nosotros, los guardias. No podemos dejar que sigan hablando esas tonterías, poniéndonos por el suelo, de mojiganga. La anciana loca lo deseaba. Y le encantó. No se cansaba de que le diéramos fuete. ¡Vaya, cuánto chillaba de puro gozo!”.
“Eso es verídico si, primero teníamos que sostenerla, abriéndole las duras piernas, sujetándole las manos y los pies para que el sargento y el cabo se lo hicieran. Pero después, con nosotros, los duros, se fue quedando quietecita, mansita, igual a pájaro bobón, disfrutando el momentazo. Diantre, berreaba como loca que es, gozando una barbaridad”.
“En esa agua friíta del arroyo fue que la sentí buenaza de verdad. ¡Diablo, qué sabrosa estuvo ahí!”.
“Ustedes dos se la tiraron en el agua, yo no pude hacérselo no, no se lo pude hacer”.
“Porque llegó el camioncito y tuvimos que llevárnosla. El sargento lo mandó, lo sabes bien. Sin embargo, en gran parte del camino te la tiraste. Parece que te prefería”.
“Sí, le gustaste. Se lo hiciste un buen rato en el camión. El ‘saya’ (sargento) rió muchísimo mirándolos desde la cabina, al lado del chofer”.
“Diantre, brincaban como demonios, pero no se despegaban por nada. Parece que estaban unidos con almidón. Cierto, por un buen rato, el vehículo corriendo, se lo realizaste. Luego se pusieron silenciosos, como durmiendo”.
“Pero la loca tenía los ojazos bien abiertos, se los vi, con sus brazos apretándote la espalda, seguramente gozando un montón”.
“Vaya, sólo te separaste de ella cuando el sargento te lo gritó tres veces. No querías quitártele de encima. ¿No es así, ah, ah?” --le propinó unos golpecitos en la espalda--.
“¡Ya, ya, ya, dejen sus pendejadas, déjenlas, solamente quiero ver a esos carajitos! Es que no se me quita la vainaza que me hizo mi pai, no se me quita”
“Eh, pa’l carajo los viejos esos, también sus conucos y sus bohíos de mierda. Somos grandes, fuertes, y militares. El país es nuestro. ¿Quiénes como nosotros, los guardias del ‘Jefe’, ah?”.
“Cuanto has dicho es la pura verdad. Me parece que a esos muchachitos, por chismearnos, hasta por sus anillitos debemos darles candela. ¿Están dispuestos, ah?”.
“No, eso no, recuerda que el sargento mandó que por nada del mundo fuéramos a realizarles esa cosa. Es que son varones, machos, y por honor debemos respetarlos”.
“Eso es cierto. Si fueran hembras sería otra cosa. Las mujeres, todas, viejas y jóvenes, nacieron para eso, para recibir tusa por funda. Pero con los machos no, tenemos que guardarles respeto”.
“Sigo creyendo en la necesidad de darles duro por sus anillitos, bien duro por chivatos”.
“El ‘saya’ me dijo que sólo les hiciéramos lo otro, y si se puede. Él sabe mucho, debemos obedecerle. Por algo tiene tres rayas.
“Vaya, ¿lo vieron conversando con el ‘Jefe’, debajo del framboyán, ah? ¡Diantre, cuántas medallas tiene el ‘Jefe’ en su pecho!”
“Cierto, debajo del framboyán se encontraban ellos dos solitos. Nadie se les acercaba, ni los oficiales. Reían mucho, principalmente el ‘Jefe’. Hum, ¿de qué hablarían, ah?”
“Bueno, el ‘saya’ me comentó que conversaron acerca de la vieja loca. El ‘Jefe’ quería saber si era cierto de que todavía era virgen, dizque señorita. Él le respondió que eso no lo sabía bien porque estaba medio ebrio al hacérselo, pero que fue con poco esfuerzo, suavecito, sucediendo que cuando iba a eyacular le mordió una orejita a la loca, chillando ésta como chiva vieja. Y que el ‘Jefe’ rió muchísimo con ese asunto, algo que nosotros vimos. Y me contó también que gozó bastante cuando conoció lo que le hiciste en el camioncito”.
“No fue nada. En silencio ella gozó muchísimo. La oía resoplando de gusto en cada brinco que daba el camión”.
Y rieron un ratito. Luego, el que mandaba expresó: “Hum, de seguro que pronto el ‘Jefe’ hará al sargento teniente o capitán, y le dará una posición de mando en alguna parte del país, quizá por San Francisco. Dicen que por allá hay numerosas mujeres bonitas, con el pelo largo y nalgas redonditas”.
“Bueno, de seguro podría llevarnos con él. Nos conoce bien, sabe que tenemos compañerismo, somos sus buenos básigas”.
“Pero no debemos defraudarle nunca, porque cualquier cosa que no hagamos bien, ese hombre nos daría patadas, trancándonos, haciendo que nos boten”.
“Bueno, y si eso sucede ¿adónde vamos a ir, ah? Por aquí, de donde somos, ni nuestros familiares nos quieren. Somos despreciados. Nos miran con repulsa. Hasta el café que algunos parientes nos brindan no deberíamos beberlo porque no lo dan con sinceridad”.
“Vaya, es que ellos son civiles. Hay que estar siempre chivos. Recuerden lo que afirma el sargento, señalando al pelotón: ¡Nuestra familia es la Guardia!"
El día se hallaba grisáceo. Los militares aguardaban escondidos entre la maleza. Tenían hambre, ansias de beber café, pero debían de cumplir lo mandado por su superior, hombre de confianza de Trujillo. Y por eso esperaban que llegaran los hermanitos a buscar agua. Lo sabían todo, incluso que ambos eran los primeros en aparecer porque los demás vivían a mayor distancia. Esto lo conocían demás. Es que durante suficientes años, cuando eran muchachos, cargaron agua de ese manantial, bañándose en el mismo varias veces al día.
Entonces fue cuando los guardias vieron llegar a los muchachos. Sonrieron de modo grotesco, impulsados por un apetecido cumplido anhelo. Y con bastante calma les contemplaron llenando los recipientes metálicos. De cierto parecían hambrientos felinos vigilando a posibles seguras presas.
Cuando los hermanitos tuvieron las cubetas llenas, el palo entre las empuñaduras, listas para llevarlas al bohío, se despojaron de su ropita y desnudos, alegres, al arroyo se tiraron a disfrutar su deliciosa agua en aquel tibio y gris verano. El militar alto y fornido, de ojos prominentes, con mayor tiempo en la Guardia, diciendo que aprovecharan ahora la oportunidad, corrió hacia el riachuelo, seguido por los otros. Sus potentes pisadas salpicaban el agua. Los hermanitos oyeron las fuertes andadas, asombrándose muchísimo cuando contemplaron a los temerosos guardias aproximándose hacia donde estaban. Y tan inmenso fue el terror de ambos que se turbaron, quedándose paralizados, prácticamente sin perpetrar algún movimiento de huida, mirando a los guardias acercárseles con enorme rabia en sus rostros. Todo aconteció muy rápido. Esos perversos sujetos sujetaron a los muchachos y con su enorme energía los sumergieron, manteniéndoles así un buen rato, gritándoles improperios. Los jovencitos batallaron por subir, zafarse de tan terribles tenazas, mientras los segundos del tiempo pasaban. Lentamente fueron los hermanitos dejando de combatir por sus vidas, quedando vencidos, ahogados, los ojos abiertos, reflejando el horror de sus interioridades, sus pulmones repletos de agua. Empero, esos guardias los mantuvieron apretando otro ratito. Entonces los soltaron, quedándose mirándoles, rozando sus cuerpecitos en el fondo del poco profundo arroyo. Y quien mandaba, viendo que se hallaban bien muertos, ordenó irse deprisa antes que apareciera alguien que pudiera reconocerlos. De inmediato se internaron por entre unos matorrales, perdiéndose con prontitud. A paso doble acortaron la distancia en que ahogaron a los jovencitos. A un kilómetro y pico, los soldados, cansados y respirando con dificultad, abordaron un vehículo que les aguardaba, conduciéndoles directamente a la fortaleza ‘Méjico’ de Macorís. Allí, el de los ojos saltones, enllave del sargento, explicó al suboficial que su orden había sido ejecutada de manera precisa, sin que ninguna persona les advirtiera. El sargento sonrió ampliamente; les felicitó; asegurándoles que es así como en la Guardia se asciende con prontitud, desde luego cumpliendo las decisiones de los superiores. Dijo que no es matar por gusto, a cualquiera, sino de aniquilar a quienes manden los que conocen sobre eso, principalmente para que Trujillo siga en el poder para bien de la República. Les dijo que debemos obedecer siempre, sin pensar si el individuo es un pariente o amigo de la vida civil, ya que lo principal es cumplir. Y les volvió a recordar que la Guardia era su familia, y que todo lo demás había quedado atrás, y que el Ejército ofrece vida nueva a sus disciplinados miembros.
--El Jefe e’ nuetro queridísimo pai, no lo olviden --les expresó, señalándoles con el índice, mandándoles a comer, a dormir un rato, pues esa noche irían a parrandear por ‘La Arena’, a revolcarse con varios ‘cueros’, prostitutas que se la buscaban por la famosa ‘Zona de Tolerancia’.
Varios muchachos hallaron a los ahogados entre las cristalinas aguas. Aterrorizados corrieron a dar la noticia. Seguidamente se esparció la trágica novedad, trotando hacia el lugar casi toda la gente de esa comarca. En silencio, con elevada pena, contemplados por otros presentes, varios hombres sacaron a los asfixiados jovencitos, colocándolos sobre la hierba. Los lugareños, viendo muy afectados los desnudos pequeños cuerpos, se notaban asombrados. Ellos no podían entender cómo perdieron sus vidas en un manantial de poca hondura, siendo la parte más profunda, poco más de un metro, precisamente en donde los encontraron.
Un labriego subió hacia el bohío a decirle la horrible tragedia a la madre, en tanto otro trotó hacia la hacienda, comunicándosela al padre. La progenitora se presentó desesperada, gritando de forma inconsolable. La imagen que ofreció era muy lamentable. Hasta a los presentes se les salieron las lágrimas. Ella, llorando los apretaba contra su pecho en tanto decía: “¿Por qué, mi Dió, por qué?” Los besaba y mimaba. Varias mujeres tuvieron que efectuar grandes esfuerzos por llevársela. El papá llegó enseguida sobre en un burrito, lanzándose del mismo, manteniéndose diferente a la madre, quedándose tranquilo, a varios metros de ellos, observándolos en forma dolorosa. Varios labriegos les rodeaban. Algunos les advirtieron espesas lágrimas recorriendo su abatido rostro, las cuales se juntaron en su barbilla, cayendo al suelo en gruesas gotas.
Los chiquillos asesinados fueron velados al lado del bohío, sepultándolos en el atardecer, cerca del conuquito, junto a un frondoso almendro rojizo, un extraño árbol que nunca había producido frutos. Encima de sus tumbas pusieron dos cruces pintadas de cal. Con alquitrán les colocaron los nombres, también la fecha en que nacieron y murieron.
En aquel vallecito, durante días, se pudo percibir algo como un suplicio llevado por la brisa. Era cual si el propio desfiladero estuviera lamentándose. Los viejos del lugar hablaron acerca de aquel tormento, y no pudieron dar con su procedencia. Eso sí, presintieron que era un pedido de Justicia, la verdadera, jamás de cuantas ejecutaban esos comunes Tribunales. Conocían que ya antes había acontecido algo similar, esencialmente cuando asesinaron al abuelo de los muchachos ahogados, con la pretensión de robarle su excelente terreno. Y esta vez se interrogaron, fumando sus añejos cachimbos, oteando las tristes colinas, qué pasaría ahora.
Si bien nadie se atrevió a expresarlo por respeto a los familiares de los guardias expulsados, era un secreto a voces de que aquellos militares habían matados a los jovencitos porque les vieron estuprando a la Dra. Rodríguez, comentándolo con frecuencia.
Unos meses después fue que el progenitor de los asesinados hermanitos notó sorprendido que el almendro rojizo floreció, produciendo después grandes y hermosas almendras de igual color. Y por ese motivo se rumoró que el tupido árbol había perdido su desgracia, proveyendo numerosas frutas, incluyendo cuantas no había dado en años. Y el hombre, llevando unas cuantas a su mujer, trató de que ingiriera aunque fuera una, ya que la notaba cada vez más delgada. No obstante, ella se negó a comerlas. Aseguró que poseían la sangre de sus hijos. Y por esa expresión, amedrentado, él tampoco las ingirió, lanzándolas lejos, rodando colina abajo, extrañamente cayendo entre el arroyo, casi en el mismo sitio en el cual ahogaron a los jovencitos, poniéndose el mismo de una tonalidad sangrante. La comunidad, reparando cuanto aconteció, se asombró en exceso. Y por esa circunstancia tuvieron esos moradores que realizar, frente a la gran mancha rojiza, oraciones con velas encendidas. Durante siete días consecutivos lo hicieron. Después, el matiz bermejo se fue yendo con lentitud, hasta desaparecer totalmente. Empero, nadie volvió a buscar agua en ese riachuelo, mucho menos a bañarse. Debieron de procurarla a mayor distancia, ayudado por animales. Y se regó por el valle que todavía aquel almendro seguía azarado, aportando ahora frutos con el color y sabor de la sangre. Nadie las comía. Para que no se perdieran, algunos lugareños las buscaban en carretillas, sin tocarlas, juntándolas con rastrillos, recogiéndolas con palas, dándoselas a cerdos que luego venderían por lejanos pueblos. El asunto de esas almendras rojas causó enorme admiración por esa zona, ya que ese árbol era bastante antiguo y nunca nadie le había contemplado algún fruto. Acerca de esto, se contaba que debajo de su enorme sombra, años atrás, comenzando la tiranía, mataron a machetazos a unos sujetos opuestos al brigadier Trujillo. Una hechicera de la comarca propagó que la sangre de esos muertos la absorbió el almendro, desgraciándose, adquiriendo pausadamente el mencionado tono bermejo, también sus grandes ramas. Los ancianos coincidían que de cuando en vez, en lluvioso tiempo, se oían tristísimos lamentos. Ellos intuían que su origen estaba en el propio árbol. Sin embargo, esos aldeanos se sorprendieron más todavía, cuando advirtieron que cada tres o cuatro meses, el huerto cercano al almendro aumentaba su producción, dando muchísimos y variados víveres, cuando antes no daba prácticamente nada. Esta prosperidad del conuco nadie pudo explicarlo, ya que se hallaba muy mal atendido. Y esto era muy cierto, el hombre laboraba el día completo en la propiedad del latifundista, no teniendo tiempo para hacerlo, y su mujer mucho menos, debido a que jamás se recuperó de cuanto les pasó a sus vástagos, pues poseía un complejo de culpa por cuanto les ocurrió. Su nostalgia la angustiaba, iba aniquilándola. Y por esa enorme congoja que tenía casi no ingería alimentos, debilitándose constantemente. Su marido se desesperaba, percibiendo que ella se le estaba yendo. Sucedió que por esa causa expiró en un cálido atardecer, durante un crepúsculo que se negaba a desaparecer. Falleció sin enterarse de cuanto le sucedió a su estimada ‘Lilina’ luego de ser salvajemente estuprada, ya que la médica no volvió a visitarles. Y es que ningún vecino, ni siquiera su adolorido compañero, seguramente a consecuencia de su extrema debilidad física-emocional, se aventuró a decirle que la Dra. Rodríguez había perdido la lucidez, que de cuando en vez cruzaba por el lugar vestida con tela de sacos de pita, con variadas flores silvestres en sus cabellos y cantando ‘disparates’.
La mujer fue sepultada a la mañana siguiente, diez en punto, a la vera de las tumbas de sus hijos. Otra cruz blanca, de cal, con su apelativo en brea, fue colocada. Desde lejos, encima de la loma, se apreciaba el tupido almendro, enseguida el bohío, poco después las tres claras cruces, y finalmente el desatendido conuco con numerosas matas llenas de víveres brotando de la tierra, molondrones, auyamas, berenjenas, frijoles, maíz, etc. Sí, todas se hallaban repletas de cuanto producían, y que llegando más cerca estaba ese temeroso árbol colmado con grandes almendras rojas.
NOTA: Este texto está registrado en la Oficina de Derecho de Autor como manda la Ley 65-’00.
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