CAP.XII DE "UNA FLOR PARA EVANGELINA RODRIGUEZ"
Novela-Histórica
-XII-
Pavoroso era el silencio. No se oían ni los pájaros. Apenas el viento podía percatarse cruzando entre los árboles. El conductor contemplaba a su primo. Lo hacía con asombro, ya que jamás pudo imaginarse la posesión de unos genitales tan acerados. Por eso se afirmó que es cierto cuanto dicen: “de cualquier yagua sale tremendo alacrán”. Y volvía a repetirse que lo había hecho solito, con un callao, sin poder ayudarle porque cuando trataba de hacerlo, de sujetarle los brazos por atrás para que su primo le pegara en la cabeza, su pariente lo ponía a rodar por el suelo igual a muñeco trapero. Además, recordó que una fuerza extraña lo retuvo, sin poder moverse, cuando comenzaba la riña.
El hombre miró hacia el apartado camino real, interrogando a su familiar si había sentido la presencia de algún jinete o vehículo pasando. El otro le respondió que nada transitó por ahí, ningún sujeto había visto el pleito. Asimismo le indicó que se encontraban algo alejado de la vía, ocultos por la arboleda. Y talvez por cuanto escuchó, el de la loma pensó un poquito antes de decir: “Hum, eso e’ bueno si, e’ bueno. Entonce vamo a enterrarlo. Ve rápido al camión y trae la pala y el pico. Así nunca lo encontrarán. Eh, mientra tanto yo iré haciendo el hoyo con la bayoneta del maldito ete” --y afirmándolo le propinó una formidable patada que el cadáver dio una voltereta--. El chofer, impresionado, se fue trotando a buscar cuanto le había solicitado.
Enseguida el hombre comenzó a cavar la tierra humedecida por el aguacero de ayer. Lo hacía con rapidez. El terreno no estaba duro, compacto, era más bien ‘blando’ como aseguran los campesinos, fácil de hoyar. Y mientras escarbaba, cavilaba hacerla lo suficientemente grande y honda para que el cuerpo cupiera perfecto. De esa manera era muy seguro que ni la hambrienta jauría de perros recorriendo el contorno, olfatearía el cadáver, poniéndose con bastante seguridad a desenterrarlo con la finalidad de devorarlo, dejando trocitos a las auras carroñeras.
Con el vehículo retornó el conductor, dejándolo a la vera del camino. Con pala y pico se acercó donde su pariente. Le vio cavando con la bayoneta, sacando tierra con sus manos. Estaba bastante sudoroso, sucio, su camisa y cara manchada de sangre. Admiró lo avanzado que ya se encontraba el hueco. Acto seguido, él también se puso a sacarla con prontitud. El otro picaba el terreno. No conversaban. Las herramientas eran empleadas con mucha rapidez. Sabían que debían de ganar tiempo. Y de esta forma lo fueron profundizando. Lo confeccionaban largo y hondo, mayor que las exigencias sanitarias.
Cuando la excavación tenía más de dos metros de hondura, con longitud y anchura mayor que el extinto --el hombre tuvo que ayudar a su primo a salir, sin embargo él lo realizó con facilidad--, cavidad considerada ideal para sepultarlo, fue que decidieron introducirlo. El hombre se quitó su sucia camisa y se la envolvió en la destrozada cabeza. Lo entraron dentro del agujero, poniéndolo boca abajo. Le contemplaron: estaba muy bien entre la excavación. La bayoneta con el estuche o ‘baqueta’, el ensangrentado callao, el gorrito tumbado por la doctora y traido por el camionero, se los echaron encima. Buscaron algunas ramas de variados arbustos y se las colocaron desde la cabeza hasta las botas, cubriendo también los alrededores del cuerpo. Las plantas salpicadas de sangre las cortaron, echándolas dentro de la sepultura. Lo fueron tapando lo mejor que pudieron con la tierra extraída, rellenando cualquier abertura notada cerca del cuerpo, apretándola fuertemente. Aplanaron ese terrenito en forma excelente. Es más, sembraron yerbitas en su superficie con la finalidad de que en pocos días estuviera tupido. El cuerpo del extinto se hallaba bien escondido, dando la impresión de que era un secreto perfectamente oculto. Empero, ¿nada de aquello se conocería? ¿Quedaría el difunto ahí, pudriéndose por siempre, sin nunca ser encontrado, averiguado el motivo de su muerte? Ellos laboraron con tenacidad para que así fuera.
La tierra sobrante la esparcieron por distintos sitios, a varios metros de la sepultara. Los dos rebuscaron con vehemencia cualquier asunto que hubieran olvidado para corregirlo. Entonces, no encontrándolo, consideraron que todo se hallaba excelente, que el soldado eliminado no sería encontrado “ni en los centros espiritistas”. Al camino real salieron. El silencio era inmenso. Desde allí contemplaron los alrededores, buscando presencia humana. Era tiempo de poco movimiento. Sólo de cuando en vez cruzaba una carreta, algún jinete o vehículo motorizado. Por eso consideraron que la vía continuaba solitaria. Y se contemplaron complacientes, limpiándose con unos trapos que echaron en el camión, igualmente la pala y el pico. Consideraron que la suerte les rodeaba. Y partieron sin prisa, sintiendo cierta alegría porque quizá no les advirtió ningún individuo. En ese momento empezó a llover. El chubasco no era fuerte, pero sí lo suficiente con el cual eliminar algún vestigio sangrante en el lugar del pleito, también les vendría bien a las yerbitas sembradas encima del desconocido sepulcro.
Días después las autoridades militares comenzarían a indagar con un pelotón de guardias, pertenecientes a la fortaleza de Macorís, la desaparición del soldado. Iban en un camión. Se detenían para interrogar a distintos sujetos de la zona, incluyendo a familiares del mismo. Pero nadie sabía nada. Incluso lo hicieron con la Dra. Rodríguez, a quien encontraron sentada en su piedra preferida, vestida con tela de henequén o ‘de pita’, adornado su pelo con varias florecillas de diversas tonalidades. Empero, como ella rió bastante cuando le preguntaron acerca del guardia buscado --enterrado a unos cuarenta metros de allí--, le propinaron violentas bofetadas, pateada varias veces en el suelo, insultada, pero sin dejar ella de reír. Igualmente, aquellos abusadores militares, participantes en su bárbara deshonra, crueles compañeros del inquirido, quisieron matarla a bayonetazos “porque se encontraba burlando de la Guardia del Jefe”. Pero un joven oficial, al mando del pelotón, se les interpuso, afirmándoles que esa mujer no sabía nada, que de ninguno se reía porque estaba mal de la cabeza, era demente, una enferma mental. A esos soldados no les agradó que el teniente los detuviera. Empero, conocían que la disciplina estaba por encima de los sentimientos, y aunque no pudieron eliminarla en ese momento, obedeciéndolo, susurraron entre ellos que luego de unos días retornarían solos y le harían a la vieja comunista más hoyitos que un guayo. Y en tanto se marchaban, los estupradores de la médica les vocearon insultos. Algunos guardias observaron desde el camión en movimiento, que de nuevo volvía la anciana a sentarse en la roca, dándose cuenta que carcajeaba mirándolos.
Por más de una semana y con militares de toda la zona Este --lanzaron el rumor que se trataba de un fuerte vivaque, un modo de endurecer a los soldados--, varias compañías peinaron la región, buscando al desvanecido. Y lo hicieron así porque sus guardias amigos, asimismo el respetado sargento y el cabo de su unidad, no aceptaban la versión de que había desertado.
Mientras el camión con los parientes se desplazaba despacio por aquella blancuzca y polvorosa vía --en ese lugar no había llovido--, fue que el conductor supo la razón que tuvo su primo de socorrer a la pobre anciana, arriesgando su vida, defendiéndola. Y conoció que era la Dra. Evangelina Rodríguez, una excelente médica de los pobres, parienta lejana de la mujer del hombre de la loma, nacida por ahí, educadora y primera doctora en el país, con estudios en Europa, abusada por varios guardias que después ahogaron a sus hijos porque los vieron en eso, hallándose entre éstos el tipo muerto en el pleito. Le dijo que ellos eran los causantes del fallecimiento por tristeza de la concubina de su primo. Además, conoció que la médica estaba prácticamente obligada a deambular por caminos y veredas, sendas y atajos, hasta fallecer de agotamiento, esto a causa de sus creencias contrarias al Trujillato. Claro, la tenían como una andrajosa paria, debiendo vivir entre el monte, alejada de la gente ‘civilizada’. Y aunque el camionero conocía de varias atrocidades pasadas por su allegado, todas no las sabía. Y él, enterándose de ellas, un individuo de saludable conciencia y con alto honor, lagrimeaba de rabia, empañándosele la visión.
Los parientes vinieron a detenerse a varios kilómetros del suceso con el guardia. Se lavaron en un riachuelo no distante de Hato Mayor. Incluso limpiaron bien las herramientas usadas. Botaron entre el mismo los trapos usados para limpiarse. Fue en ese sitio donde juraron mantener en secreto lo acontecido con el soldado. Además, se comprometieron a perseguir y de eliminar a los demás integrantes del grupo de asesinos, abusadores de Evangelina Rodríguez, tipos que eran criminales de muchachitos. Talvez fue por eso que se contemplaron hondamente, ya que se consideraron destinados a destruir a esas escorias que continuarían asesinando y violando mientras estuvieran viviendo. Los dos pertenecían a las praderas orientales, región en donde se practicaba un adagio que se perdía en el tiempo, el cual aseguraba que ‘quien la hace debe pagarla’.
--¡La venganza será nuestra! --corearon al unísono, bebiendo ron de una botella que les había sobrado del día anterior.
Y esos parientes, con el dinero guardado, se dedicaron a comprar viandas y frutas, vendiéndolas por poblaciones vecinas. Igualmente, como antes hicieron, se iban alejando hacia otras, ofreciendo cuanto llevaban. Pero ahora lo realizaban con la finalidad de confundir a la Seguridad Gubernamental, institución que vigilaba todo de manera constante. Pero ellos no se hallaban apresurados. Dejaban que los meses pasaran en tanto con sigilo trataban de averiguar acerca de los guardias que buscaban. Lo primero que lograron investigar fue que su pelotón fue trasladado de Macorís. Y cuando supieron el sitio en el cual estaba, muy alegres se dirigieron por aquellas inmediaciones con la finalidad de cazar a uno de ellos, ya que seguramente continuaban juntos. Los primos iban un poco disfrazados, sombreros y lentes por si acaso, quedándose por esa área, no lejos del recinto militar, vendiendo sus productos, durmiendo en el camión, bajo la lona, hasta cumplir con el juramento. Conocían que esos militares eran mujeriegos, también andariegos y buenos bebedores de alcohol. Y como afirma el dicho ”a quien acechan tarde o temprano cae”, atrapaban a uno en cualquier sitio solitario, por lo regular engañado con ron. Riéndose con el soldado, abrazados, se lo llevaban al camion, diciéndole que se dirigían donde les aguardaban unas hembrotas con grandes nalgas, en el río tal, no lejos de donde estaban. Y ese militar se tragaba el anzuelo, pues era un tiempo de confianza, sumamente distinto al presente. Entonces, deteniéndose en un lugar dizque para orinar, considerado óptimo para el plan, era allí derrumbado a garrotazos. Enseguida le cortaban la yugular con una navaja de barbero, sepultándolo de forma muy similar al primero. Luego regresaban al Este, con vestimentas diferentes, sin sus disfraces, a la vivienda en Hato Mayor, para descansar unos días.
La mujer del camionero, siempre tratando de averiguar cuanto conversaban en voz baja, a la sombra del frondoso aguacate. Pero qué va, nunca lograba escucharles. Ellos cambiaban rápido a otro tema, así lo consideraba ella, frustrándose más, viéndoles beber sorbos de ron de un pote que tenían a su lado. Y le daban un trago, yéndose la fémina un poco de mal humor, haciendo que los parientes sonrieran.
Cuando pasaba una semana, ya ellos estaban listos para de nuevo volver a comprar y vender por otra zona, alejada esta vez de donde estuvieron. Pero el hombre de la loma deseaba quedarse en la capital. Aseguraba que allá estaba el futuro. Y consiguió un puesto de venta en el Mercado Modelo, en la Mella. En ese sitio negociaba las muchas y excelentes viandas que su pariente le llevaba, quien también le asistía a negociarlas. A veces el camionero se quedaba unos días. Dormía en la misma cama del hombre, bebía ron y cerveza, pero jamás se acostó con alguna de las numerosas mujeres que ofrecían sus servicios sexuales por un dinerito, temeroso de que volviera a suceder lo de la maestra --siempre creyó que su mujer le mintió acerca de que la educadora se hallaba desahuciada--.
Con el paso del tiempo, averiguando sin prisa sobre el paradero de alguno de quienes buscaban --la concubina les ayudaba con esa información sin nunca conocer el motivo--, volviéndose a disfrazar y así engañar al temible enemigo cuando estaban alejados del pueblo, poniéndoles hasta otra placa al camión, se largaban a cobrar el ajuste de cuenta con alguno de esos militares asesinos y estupradores. El hombre de la loma les decía a sus cercanos competidores en el Mercado que tendría que pasar unas semanas por el Este, por problemas de salud de un familiar, pidiéndoles que le cuidaran su negocio. Esos tipos sonreían y le prometían hacerlo, no obstante en el fondo ansiaban que se quedara allá, que no retornara con su intensa competencia. Claro, él sabía que esas sonrisas eran falsas, hipócritas, sin embargo era una forma de despistarlos. Regularmente se iban hacia el Norte. Llevaban víveres y frutas. Todo lo mantenían en orden, evitando problemas con las autoridades militares en ciertos puestos que pedían documentación. Pero ellos sabían arreglárselas. Continuaban durmiendo entre el vehículo con la lona puesta, machetes en manos. Por ese sector, en el cual previamente habían indagado que estaba uno de los criminales, pues los trasladaron hacia distintas fortalezas o pequeños recintos. Por ese motivo los parientes no se marcharían hasta que lograban atraparle y ejecutarle, enterrándolo en algún sitio apartado y deshabitado.
Al lograr lo añorado, nuevamente regresaban a su vida anterior. De esta forma, en el trotar de pocos años, eliminaron a los cinco militares, incluyendo al antiguo sargento, quien ya era teniente segundo, de igual modo al cabo, ascendido a sargento. Y así volvió la paz interior en ambos, esencialmente al progenitor de los muchachitos asesinados en aquel hermoso manantial, riachuelo que curiosamente fue secándose, extinguiéndose por siempre, formando parte de los más de cientos de ríos y arroyos perdidos por Dominicana, máxime a causa de la terrible deforestación.
El Ejército Nacional nunca pudo dilucidar qué les pasó a esos militares, primordialmente al teniente, un sujeto que amaba a la Guardia, considerado incapaz de traicionarla.
Aseveran que el propio Trujillo se sorprendió con esa desaparición, y por eso mandó a efectuar una profusa investigación que a nada se llegó. Con los años, agotados los caminos por solucionarlo, talvez pusieron en sus hojas de servicio la palabra ‘Desertor’. Es más, durante un período ignorado sus familiares estuvieron vigilados por distintos calieses con bastante discreción, ya que algunos oficiales superiores siempre sospechaban que su gente los ocultaba, principalmente a los jóvenes. Pero, esos jornaleros-campesinos no deseaban saber absolutamente nada de esos violadores y criminales. Igualmente, y lo reconocían los mandamases del Ejército, el ‘Jefe’ aseguraba que “en este país todo se conoce; el dominicano no sabe guardar secreto”. Por tanto, ellos siempre aguardaron que la información sobre los desaparecidos les vendría desde algún lado, incluso desde donde menos lo esperaban. Sin embargo, a consecuencia de que los años pasaron y jamás les llegó, el tiempo se ocupó de devorarlos a todos.
El conductor se mudó con su concubina hacia la capital. Vendieron su casa en Hato Mayor, comprando otra de madera más pequeña, no lejos del Mercado Modelo, en la ciudad grande, en la urbe que crecía como la verdolaga. Durante años, en piezas separadas de esa morada, los tres vivieron juntos. La mujer jamás pudo averiguar el secreto de los allegados, recurriendo con mucha frecuencia al alcohol, deseando olvidar algo que no pudo indagar a pesar de utilizar enormes esfuerzos de persuasión. Incluso llegó a mantener relaciones íntimas con el hombre de la loma, con el visto bueno de su marido por supuesto. Pero ni así pudo obtenerlo, sacarle absolutamente algo importante durante esa intimidad sexual normal, sin esa gritería que ejecutaba con el camionero. Cuanto pudo notarle era que poseía una piel ‘calientísima’, quemante, especial para dormir juntos en días friolentos. No obstante, con él no disfrutaba nada, ni un poquito, como acontecía con su bárbaro concubino. Lo que realizaba con el pariente de su marido consistía en abrirle las piernas para que llegara a satisfacerse. Con regularidad le decía al camionero para halagarlo: “Tu primo tiene un potroso pitico de policía, un potroso pitico”, y le mostraba un pedazo de su dedo índice, carcajeando, haciendo que el otro sonriera.
Pero aquel ser de la loma nunca consiguió olvidar a la buena madre de sus hijos, y quizá por eso no volvió a juntarse en otro concubinato, manteniéndose viviendo solo. Era fuerte, trabajador, serio. Con relativa frecuencia las féminas le rodeaban como abejas al clavel. Desde luego, en el fondo de su intimidad él estaba feliz, sin la amargura que antes roía su corazón, hasta la eliminación de aquellos asesinos de los suyos. Los tres vivieron varios años en esa morada, haciéndose viejos. Murieron uno tras otro, cada siete días --el último fue el de la loma, siendo sepultado por la sanidad--, quedando la casa abandonada, sin que ningún pariente la reclamara. Por lo tanto, con lentitud, la misma fue desapareciendo porque los vecinos la iban despedazando, llevándose cuanto necesitaban. Allí, en donde estuvo esa vivienda, quedó un solar baldío. En ese terreno, debajo de un pedazo de lona, comenzó una secta dizque ‘cristiana’ a efectuar cultos religiosos. Con el transcurso del tiempo fabricarían una iglesia-escuela, la que actualmente es enorme.
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