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Bernot Berry Martinez (Turenne)

EL HOMBRE DE LAS GAFAS (Relato)

 

                                  

 Por: Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

    Aunque quizás siempre fue así, a veces se piensa que se vive el llamado ‘final de los tiempos’, cual lo afirman los denominados “cristianos”, pues nos encontramos con individuos inteligentísimos que actúan de forma muy rara en esta complicada sociedad. Y relato esto porque hace unos años, cuando iba a disfrutar de un bello crepúsculo otoñal por el río, hallé sentado en un asiento del antiguo Parque Salvador, dizque leyendo un periódico vespertino, a un extrañísimo personaje con unos extraños y oscuros lentes en sus ojos. Le conocía de vista, pero nunca habíamos conversado. 

    Al pasar junto a él percibí una mirada escrutadora, esa sensación de hormigueo por una parte del cuerpo, deteniéndome para pasar la mano por mi glúteo derecho, observando de soslayo al hombre de las gafas negras, sospechando enseguida que él me contemplaba discretamente por encima del diario y que incluso se reía de un tipo quisquilloso como yo. Y en efecto no estaba equivocado ya que lo vi sonriendo cuando bajó el medio escrito para decirme: “Eh, oiga, perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber qué le sucedió en ese sitio, en su trasero, en donde tiene esa horrible marca en la piel” --y se quedó contemplándome de manera irónica.

    Confieso que sus palabras me sorprendieron. No supe cómo pudo averiguar esa cicatriz en mi nalga, cosa esta que solamente varios cercanos familiares conocían. Era un secreto bien guardado, tal vez demasiado. Por eso mascullé una frase antes de preguntarle lo que me había dicho, volviendo él, escondiendo su burlesca sonrisa, a expresarme lo anterior, aumentando mi asombro, enojándome su necedad, acercándome a donde se encontraba. Sin embargo, el tipo, advirtiendo mi aptitud algo agresiva, indicó que me tranquilizara, que no me mortificara debido a que me explicaría inmediatamente el motivo por el cual averiguó lo de la fea huella impresa en mi glúteo derecho, haciéndome saber que me la está observando desde hace cierto tiempo. ”Claro, sin que usted se diera  cuenta” --me informó. 

    Manifestó que siempre se interrogó cómo me la hice, la razón de su existencia, y que por tal motivo se atrevió esa tarde a indagarme acerca de la misma. Me pidió que le perdonara ese atrevimiento, esencialmente si me había ofendido, continuando explicándome que si yo pensaba que él era un “torcido”, eso no era cierto --aquí rió--, y que se hallaba en la mejor disposición de demostrarme el modo en que lo supo. 

    --Venga, venga, acérquese y no piense pendejadas --me dijo con cierto convencimiento, indicándome que me sentara a su lado para que mirara por sus lentes, y que no tuviera vergüenza por cuanto vería ya que de esa forma conocería la gran verdad del misterio revelado de mi cuerpo, y que tratara de protegerlos de alguna caída cuando yo me enterara de la veracidad de cuanto se contempla por ellos, pues pronto se iría del país y pensaba llevárselos para hacerse rico al venderlos allá, en Norteamérica, al hacer alguna fabriquita. Casi me reí con esa información.   

    No obstante, percibiendo que algo muy extravagante se hallaba sucediendo a mi alrededor, cosa que era preciso averiguar, me senté junto a él y me puse aquellas grandes gafas, dándome un brinco el corazón al reparar claramente lo que vi a través de las mismas. Deprisa me las quité. “Esto no puede ser cierto”, dije, quedándome absorto. El hombre de los lentes reía casi a carcajadas. Me sentí desconcertado. Por eso lentamente volví a ponérmelos. Sí, el mundo cambiaba. Todo era distinto. La gente no tenía ropa. Era cosa tremenda, de locura: hombres, mujeres y niños se notaban completamente desnudos. Intuí que eso era para salir corriendo gritando hasta que te derrumbaran a garrotazos.   

    --Pero todo esto debe ser mentira, no puede ser, no, no... --le manifesté mientras contemplaba a elegantes muchachas totalmente encueras, envuelto el ambiente en un bello tono de color rosa, casi igual que en el cine. 

    Empero, él me los quitó con sumo cuidado, guardándolos entre un estuche de tono oscuro, explicándome que no había engaño, que no deben usarse mucho pues hacen daño a la vista, que los fabricó con una serie de cristales diversos con formas distintas, con una óptica visual de que se cuántos grados. Y luego de ofrecerme más explicaciones técnicas que no pude retener, tampoco comprender, nuevamente me indagó acerca de la feísima cicatriz que tengo en la nalga. Y entonces, conociendo que ese secreto ya no podía ser guardado, se lo hice saber como igualmente lo anuncio en esta corta narración. Cierto, fue hecha por un disparo de fusil que se le escapó a un compañero en la isla de Córcega, en tanto entrenábamos para la Legión Extranjera Francesa.

 

NOTA: De mi libro de relatos "En ese doblar de campanas".

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