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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'LA MISION DE JAIMITO' (Novela)

                                  

               Capítulo No.12

 

Por: Bernot Berry Martínez  (bloguero) 

 

     Manuela hizo que Jaimito se bañara y comiera, y porque el muchacho le volvió a manifestar que tenía sueño ella le sugirió que durmiera un poco, aunque fuera una hora y se levantaría perfecto, liviano, y que entonces él podría efectuar su paseo y contemplar el atardecer. El hijo siguió ese consejo, durmiéndose de inmediato. La madre, pensativa, lo contempló unos minutos, pero recordando que tenía ropa sucia de gente enojosa, exigente, se encaminó al patio a lavarla. Se dijo que primero sería esa blanca, la más complicada y por la cual siempre discuten sus clientes, principalmente ese doctorcito 'jabáo', gordito, parejero, quien se cree un dios en el barrio, mujeriego, enamorador de las féminas que van a su consultorio, un verdadero demonio, lujurioso en extremo, afirmándose de él que en varias ocasiones había violado a ciertas mujeres haciéndolas dormir con somníferos y utilizando preservativos, despertándolas después de satisfacerse. La lavandera no se encontraba con ánimo de trabajar. Estaba preocupada. Por eso, dejando la ropa entre la batea sin agua ni jabón, nuevamente entró a su hogar, sentándose en la sillita de la cocina. Ahí se quedó meditando en su concubino y el hijo de ambos. Se preguntó la razón por la cual aún su marido no había llegado, si le había pasado algo, si estaba ingiriendo cerveza,... Lo anterior fue realizado unas veces en voz baja, cual lo efectuaba esta vez: "Cógelo, qué cosa, qué cosa, si continúo pensando tanto, tanto, ¡oh Santísimo!, creo que me volveré loca, igual a como dicen le pasó a esa pobre mujer que no se cansa de darle vuelta al Parque Duarte, comenzando en la mañana hata que por la tardecita vienen a bucarla su familiare, trancándola en un cuarto, volviéndola a soltar al otro día, regresando ella al mimo sitio a continuar con su caminata interminable. ¡Caramba!, ¿cuánta vuelta dará en un día, eh? Hum, seguramente serán centenare, centenare. Eh, y eso e' lo que yo no quiero que me pase no, no deseo ni pensarlo un poquito, no lo deseo no".   

     Manuela  echó  un  poco  de   café   frío   entre  un  jarrito. Sin añadirle azúcar se lo bebió de un sorbo. Siguió pensando, monologando: "Eh, lo que me preocupa mucho, mucho, y me lo repito sin cansarme, e' sobre Pedro. Eh, ¿dónde'tará ese carajo, ah? Ya son má de la tré y no acaba de llegá. Caramba, ¿qué le diré a Jaimito cuando se depierte? Jum, ese muchacho e' capá de cualquier cosa sí, aunque también e' cierto que ya no cré en su padre, no piensa que él le conseguirá el tambor. Bueno, yo tampoco lo creo. Eh, yo mima pienso como mi hijo, yo también. Lo que temo muchísimo e' que vaya a matarse, igual a como lo hiso su abuelo, mi pai, el pobre, Dió lo halla perdonado y dejado entrá en su Reino, y toíto por mí, yo soy la culpable, la que tiene esa grandísima culpa. Hum, pero no me guta mentirle al muchacho no, no me guta hacerlo, eso e' malo, y peor a esa edá que posee, trece añito. ¡Cógelo, eta preocupación me tá matando! Siento que me afisio. Me falta aire. Me tá doliendo el pecho un poquito, un poquito si, y to' eto e' por pensá tanto en ese asunto del tambor si"...      

     Jaimito despertó. Por un momento se quedó contemplando el tejado. Empero, memorizando que debía encaminarse hacia el río para observar el crepúsculo que pronto comenzaría a revelarse, sentándose en la camita se calzó sus tenis negros, roídos por los lados, y mientras lo hacía se acordó del redoblante y de su padre. Cavilando se fue hacia la cocina, deteniéndose al escuchar la voz de su madre diciendo: "Eh, eh, no sé qué pasará, mi Dió, pero presiento que algo malo sucederá hoy si, pue' la casa entera tá cargada con un epíritu jodón, pesaísimo. Vaya, me da pena por Jaimito, pobrecito, no puede tené su tambor, y yo, yo no sé qué decirle no. Bueno, ¿qué le cuento, ah? ¿Le digo la verdá, que su papá se bebió to' lo cuarto y que no piense en tambor, ni en misión, en naíta de tale pendejada porque hacerlo sería algo imposible, cosa así como llegá al arcoiri, ah? Bueno, pero tengo que hacé algo si, yo tengo que hacerlo o de lo contrario to' se  derrumbará"...  

     Aunque  Manuela   no  hablaba   alto,  el  muchacho pudo escuchar lo  suficiente  para  comprender cuanto había sospechado: no habría redoblante, su padre hallábase tomando tragos sin tomar en cuenta su anhelo, engañando a los dos, a su mujer y su vástago. Por eso el adolescente, sintiéndose humillado, optó por salir rápido y sin que su  progenitora lo viera, haciéndolo por la puerta de la calle. Y adolorido, los ojos llorosos, hablando palabras entrecortadas, diciendo que lo engañó su papá, se encaminó con rapidez al Parque Salvador, atravesándolo casi corriendo, deteniéndose junto al Muro de Contención para contemplar el adorado río de los nativos macorixes, asimismo querido por todo buen macorisano. Allí, triste, soliloquió: "Claro que lo haré. No voy a seguí con ese aguajero y mentiroso, engañador de su hijo. De verdá que no. Eh, si conmigo realisa esa cosa, me relaja, ¿qué no hará con otro, ah? Pero eto se acabó. Yo no soy así no, no puedo serlo, eso nunca. Y yo tengo palabra, la poseo de má. Y tú verá que horita, cuando empiece el atardecé, eh, yo iré a la piedra y me tiraré al agua pa' bucá al Epíritu Macorí. Cierto que lo bucaré. Tengo qu'eplicarle la rasón, como te dije hace un ratico, por la cual, eh, no puedo cumplí esa misión no, no puedo cumplirla como yo lo deseo"...   

     Y en tanto el mozalbete se iba rodeando de una peligrosa melancolía, su madre ojeaba la hora en un reloj de mesa que estaba encima de un viejo estante guardador de objetos de cocina. Comprobó que ya eran casi las cinco. Entonces decidió despertar al hijo para que se fuera a realizar cuanto le dijo ansiaba efectuar. Empero, advirtiendo que no se encontraba en el lecho, extrañada comenzó a llamarlo: "¡Jaimito, Jaimito, Jaimito!".

     --¡Salió, salió! --voceó una voz de mujer del otro lado de la pared divisoria, preguntándole la lavandera gritando--: "¿Que salió, vecina?" --aguardó la respuesta contemplando la madera de la división, oyendo que la misma voz le contestaba--: "Sí, vecinita, lo ví saliendo hace un momentico" --. Por tal motivo de nuevo Manuela interrogó--: "¿Y no sabe pa' dónde se fue, vecina?" --la voz respondió, esta vez más cerca--: "No lo sé, iba rabiando cosa rara, como que lo engañaron, que la gente e' mentirosa".     

     El diálogo finalizó. La lavandera se sintió desfallecer. Su mente se llenó de confusión. Por eso tomó asiento en la camita, manifestando: "¡Oh, qué mal me siento, mi Dió, qué mal me siento!"  

     En ese mismo momento, en  el  colmado, Pedro  pagaba cuanto había consumido. Mientras él se guardaba unas monedas en el bolsillo de la camisa entregadas por el comerciante, éste, sonriendo con cierta picardía le cuestionó: "Hey amigo, ¿le comprará el tambor a su hijo, ah?". Pedro ya estaba medio ebrio. Le respondió: "¿Yo, pulpero?... Jum,... eso tá feo, mi pana, muy  feo que tá eso. Eh... vea,  e' carísimo ... esa vaina. Eh,... vale má que..., que... eto,... que... eto", y se agarró sus testículos provocando risa en las personas que allí estaban, quienes le observaron marchar con pasos lentos, ligero zigzagueo, hablando solo, sobre un tema que no escucharon, pero era sobre tambores, lo caro que son, que Jaimito debía de conformarse con uno de hojalata, que uno así él podría comprarlo, uno así sí, y que iría de inmediato a preguntárselo ya que había averiguado, eso se lo dijo el tipo de la compraventa --un arabito que todo lo sabía respecto a mercancías--, que los redoblantes son costosos, uno regularcito más de 300 pesos lo cual era mucho dinero, si señor, demasiado cuarto, y que tratara de comprender que se lo quería comprar, no era duro, tacaño, es que no podía... 

     Jaimito se había aproximado al río. Notábase decaído. Su semblante parecía el de una persona mayor con gran intelectualidad. Era como si hubiera envejecido varios años en el lapso de unos 30 minutos. Su vista se encontraba fija en aquella solitaria piedra que sobresalía del agua a unos 20 metros de la orilla, sitio donde le sucedió el asunto sobre la misión. Con tristeza se decía que va cayendo la tarde, muriendo la claridad de su cumpleaños, y que pronto iría a la roca para luego de un rato, al sonar la sirena de las seis, desde ahí se lanzará a buscar al Macoríx, el Espíritu que vive entre el río, porque era preferible vivir entre el fango, con él, que hacerlo con mentirosos. Y se afirmó que lo dicho por él era gran verdad, y que eso podría confirmarlo esa ave marinera, gaviota amiga que cruzaba por su vera, vigilando los contornos, tratando quizá de aclarar el oscuro misterio de la vida, sombra estorbadora del progreso espiritual del hombre, poniéndolo egoísta, individualista, convertido en un terrible depredador que está destruyendo todo lo hermoso e útil del mundo, como son sus mares y ríos, arroyos y manantiales, igualmente su fauna y flora, precioso mundo nuestro al que debemos cuidar con inmensa devoción... 

    Cuando   Pedro   estaba   llegando   por   el “Parquecito de las tres Palmas”, súbitamente percibió el olor de los manglares. Se detuvo. Memorizó cuanto le había pasado durante la madrugada. Sonrió con el recuerdo, moviendo varias veces la cabeza como negándose  a aceptarlo. Casi rió. Empero, no lo hizo a carcajadas porque el hedor se hallaba ahí, nítidamente lo sentía. Entonces, ¿qué pasaba, cuál secreto poseía ese lugar?, se preguntó, atisbando hacia los lados, buscando explicación, encontrándolo todo silencioso, ningún vehículo cruzando próximo a la placita, prácticamente el sitio desolado como rara vez acontecía a esa hora de un atardecer sabatino. Mas, ¿por qué ese peculiar olor manglero?, nuevamente se interrogó, rascándose el cuero cabelludo, preocupado, advirtiendo que algo totalmente desconocido se iba apoderando de sus sentidos... De repente un bello caballo, el cual determinadas personas vinculadas con la metafísica aseguraban que dizque había pertenecido al suicidado general napoleónico Ferrand, de aquella famosa emboscada conocida como ´Batalla de Palo Hincado´, y que de cuando en vez se manifestaba a especiales individuos, apareció frente a un asombrado Pedro, y éste lo admiró levantar sus patas delanteras, escuchándolo relinchar, para enseguida contemplarlo emprender un rápido galope por la calle Aurora, siguiéndolo con mirada extasiada, notando que el corcel fue elevándose hasta que lo advirtió desaparecer de manera total, quedándose el hombre absorto, desconcertado, experimentando una brisa fría recorriendo su cuerpo, asustándose bastante, el corazón latiéndole deprisa, pensando que tal vez el alcohol le estaba afectando muchísimo, llegando al grado de observar ilusiones, y que debía marcharse corriendo a su vivienda para dormir hasta el día siguiente. Sin embargo, presintiendo que alguien lo contemplaba detenidamente no se movió. Fue en eso que lo vio sentado en el mismo asiento en que le pasó durante la madrugada el asunto con el ser fosforado hediondo a mangle, a un tipo haraposo a quien nunca había visto ("pero, ¿de dónde salió, eh?", se cuestionó), que le contemplaba en forma dominativa, sin hacer ningún movimiento, una figura semejante a piedra ... 

     Jaimito, sin quitarse los tenis ya que protegerían sus pies de las jaibas, también de objetos cortantes y punzantes, pisando con cuidado el lodoso fondo del río, lentamente fue aproximándose a la roca que tanto le atraía. Se subió encima. Enseguida, atisbando hacia la desembocadura del río, exclamó: "¡Vaya, vaya, qué hermosa tá La Boca del Macorí! ¡Cuánta tranquilidá tiene!" Y continuó preguntándose si acaso la paz del planeta nacía ahí, en ese hermosísimo estuario el cual era un verdadero puerto natural olvidado por todos los gobiernos; interrogándose que quién podría saberlo, y si lo conocería el Espíritu del Río y que por tal motivo le había dado esa misión que ya no cumpliría. Y se preguntó que dónde se encontraba la verdad para sujetarla en su derredor como resplandeciente cinturón. Y siguió interpelándose, ahora murmurando, que ¿por qué la mayoría de la gente ya no miraba a nuestros lindísimos crepúsculos, atardeceres que son regalos de la Naturaleza con la finalidad de recordarnos que somos humanos y no seres autómatas?... 

     Continuaba Manuela sentada en la camita. Había dejado de llorar. Hallábase más sosegada. Cavilaba profundamente en su  hijo y en Pedro cuando escuchó a su vera una extrañísima voz susurrando: "Mujer, mujer". Ella dio un brinquito. "Me asutate, hombre, me asutate", le advirtió, poniendo sus manos sobre el pecho, contemplando a su concubino. De inmediato, rápidamente la lavandera le hizo varias preguntas (que dónde había estado, que  si  compró  el  tambor, que si  sabía de Jaimito pues ese muchacho salió 'encojonáo', que por qué se veía tan raro, amarillo, casi 'jipato',...) Pero el marido la escuchaba callado, muy serio, manteniendo cargado un paquete de color azul. La mujer, un poco más calmada, observando el bulto volvió a interrogarle: "¿Qué cosa trajite, ah? ¿Acaso  es  el tambor de Jaimito, el que le prometite, ah?"  Y Pedro, mirándola con atención, sus ojos abiertos, con la misma extraña voz le murmuró: "Eh, eh, un tipo raroso, en el Parquecito 'e la tré palma, eh, me entregó eta pendejá, Manuela, me lo entregó". Y ella, atenta al paquete, exclamó: "¿Cómo? ¿Qué cosa e', ah?". Y el hombre: "Hum, no lo sé no, pero fue un carajo, un carajo jediondo a mangle, sución, quien me lo entregó si", y lo levantó a la altura de su rostro, y ambos se quedaron viéndose, silenciosos, ninguno habló una palabra por cerca de un minuto, oyéndose fuera de la vivienda, por la calle, gritería de infantes jugando, sus madres gritándoles que tuvieran cuidado con esos motoristas que cruzaban cerca de ellos, voceando una que "eso motoconcho eran uno bandido, llegan del campo y no repetan a nadie"...       

 

 

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