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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'SUCEDIO EN EL MACORIS DEL JAYA' (Relato)

                         

 Por: Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

    Tú, que en aquel entonces laborabas en la empresa minera de la ‘Rosario Dominicana’, en Cotuí, como tenías el día libre y habías cobrado, decidiste ir a pasar unas horas en el Macorís del Norte, conocerlo, tratar a su gente con fama de hombres valientes y mujeres hermosas.  

    Y fuiste a ese pueblo en taciturna mañana dominguera, nublosa, percibiendo enseguida la animosidad en el mismo, asegurándose que es una característica de sus moradores, unificándolos la lucha por un futuro mejor, muy distinto a la ciudad en la cual naciste y criaste. 

    Sí, a medida que ibas caminando por su parque (donde te dejó el transporte público), tú sentías que respirabas mejor, el pecho erguías, la frente en alto, y aunque siendo un forastero intuías que eras uno más de sus ciudadanos. Y sonreíste. Hubo comprensión de tu parte: te diste cuenta que el Espíritu del Jaya se había introducido en tus instintos, dándote la bienvenida, aceptándote en su precioso pueblo cual uno más de sus moradores. Y tuviste alegría por eso, pues siempre es bueno conocer que en una población donde se es totalmente desconocido, sin familiares y amistades, se le consienta de buena voluntad, sin nadie preguntar nada. 

    ¡Qué bueno es una comunidad así! --murmuraste mientras bajabas la plaza, cruzando la limpia calle, deteniéndote en la calzada exactamente a las 10:45, así lo advertiste en el reloj de pulsera. Fue en ese instante que escuchaste una balada reproducida  por  una  poderosa ‘vellonera’,  aparatos que todavía  se  utilizaban  en  1978,  año en el cual sucedió cuanto estamos contando. 

    Cierto, y tal vez atraído por esa melodía que te gustaba bastante penetraste en ese negocio-bar, dirigiéndote a una desocupada mesita con un mantel encima de color rosa y dos asientos a su lado, sentándote en uno pegado a la pared. Notaste que había pocos parroquianos: una mesa ocupada por cuatro hombres de mediana edad bebiendo ron, quienes apenas te echaron un vistazo, y otra por una mujer trigueña, sola, con largo pelo negro, trajeada con precioso vestido de color azul celeste, fumando un cigarrillo. Esa fémina, al contemplarte, comenzó a ojearte con una sensación extraña, inquisidora, trayéndote un poco de intranquilidad.           

    Un flaquísimo camarero se acercó a ti y muy sobrio te peguntó lo que deseabas. Le contestaste que querías una cerveza grande, bien fría, yéndose él a buscarla con un raro caminar. Te quedaste oyendo la canción amplificada por ese aparato que encendía y apagaba diferentes luces, dándole aspecto monstruoso. 

    En tanto el mozo se acercaba con lo pedido y un vaso cervecero sobre la bandeja, pudiste percibir que la dama continuaba observándote con fijeza, sin importarle que los presentes lo notaran. 

    El camarero no te habló ni una sola palabra a medida que llenaba de la espumante bebida el inclinado recipiente, hasta que estuvo lleno, dejándolo sin una sola espumita, marchándose de inmediato. Probaste la cerveza. Se hallaba fría. Y como hacía un fuerte calor ingeriste lentamente más de la mitad del contenido, llenándolo de nuevo para otra vez beber un largo trago, dándote cuenta que la joven seguía mirándote, pareciéndote que sus labios dibujaron una tenue y tentadora sonrisa hacia ti. 

    La balada finalizó. De soslayo viste a la fémina andar con elegancia hacia la máquina musical, echarle monedas, marcar una tecla dos o tres veces, para poco después escuchar otra vez la melodía anterior, la que tanto te agrada, una interpretada por Joan Manuel Serrat, la que influyó para que entraras en ese bar. Entonces advertiste que ella se volteó hacia a ti y te contempló dulcemente mientras encendía otro cigarrillo, notando que el azuloso humo la envolvía entre una quimérica aparición con un fondo de luces que encendían y apagaban. 

    Los cuatro hombres te ojearon un instante. Cuchichearon. Y continuaron hablando cosas que no podías escuchar porque la música lo impedía. Te dijiste que debías tener cierta precaución: te hallabas en una ciudad en la cual eras un total desconocido. Te preocupó la sujeta ya que otra vez te miraba con atención, fumando, las bellas piernas cruzadas, pero sin nada de beber. 

    Tú acabaste el contenido de la botella y le hiciste señas al camarero para que trajera otra. Fue en eso que avistaste a la mujer sonriéndote, con claridad lo estaba haciendo, y sin ningún disimulo. Entonces pensaste que aunque con seguridad llegaba a los treinta, aún se veía estupenda, su cuerpo bien formado, hermosos labios y ojos, especial para pasar un excelente momento siempre y cuando fuera libre, sin atadura matrimonial o de concubinato.     . 

    Al regresar el mozo con la bebida y te llenaba el vaso en silencio, te atreviste a preguntar: “Eh, oiga, yo no soy de aquí, eh, no quiero líos no, no quiero equivocarme” -- y continuaste diciéndole si era posible que esa dama te aceptara una cerveza sin ningún problema, asegurándote el flaco tipo que sí, que con gusto ella te la admitiría sin nada que temer. Y sonreíste con satisfacción. Todo marchaba bien, perfecto para quizá tú pasar unos tiernos instantes con esa fémina que la veías agarrar la cerveza enviada por ti, mirarte muy sonreída, agradecida, para de inmediato, sorprendiéndote, bebérsela con avidez a pico de botella, notando que los hombres te contemplaban con disimulo, sin darle importancia a cuanto ella efectuaba pues discerniste que tal vez ya se hallaban acostumbrados, familiarizados.

    Como la mujer ya no tenía cerveza en el verde recipiente --la había ingerido rápidamente y te contemplaba, con seguridad sugiriéndote que le enviaras otra--. Por eso llamaste al camarero y le pediste que le llevara una más, haciéndolo él así, poniéndosela sobre la mesa. Ella, gratificada, te envió una hermosa sonrisa, haciéndote estremecer.  De nuevo la volviste a contemplar tomándosela con prontitud a largos tragos, deteniéndose para tararear unos segundos la misma balada que repetía la ‘vellonera’, ésa que influyó en ti para que penetraras en el negocio. 

    Tu cerveza llegaba a su final. La de ella ya estaba terminada, y te veía con suplicante mirada para que le mandaras otra. Pero tú no entendías: la lujuria y el alcohol  impedían que pensaras con claridad. Por eso llamaste al mozo y le interrogaste si la mujer podía venir a sentarse al lado tuyo, a compartir contigo, a entonar juntos la canción que constantemente amplificaba el aparato aquel como si fuera la única en poseer. Claro, también le dijiste que después caminarían por el parque, conversando acerca de las cosas de la vida, del destino que pone a dos personas de lejanos lugares a compartir íntimos momentos. El camarero te escuchó atentamente, sin hacerte ninguna interrupción. Casi intuiste en su rostro en que había pasado varias veces por semejantes peticiones. Y tuviste cierta esperanza en tenerla a tu vera, conocerla, oír su voz, acariciarla, etc. Empero, la vida es extraña, compañero, ya habíamos conversado sobre eso. Y tal vez por ese motivo fue que el flaquísimo hombre te informó con voz apagada, sincera, que aunque él fuera donde ella y se lo dijera, no lo entendería... ( la ‘vellonera’ reproducía en ese instante: “dicen en el pueblo que un caminante paró”...), mientras el mozo continuaba informándote que mucho menos vendría a sentarse a tu lado --la mujer cantaba fuerte--, “es una tipa rarísima, no habla con nadie, llega todos los domingos y pone ese disco continuamente, cansa  a uno con el mismo disco del carajo. Vea, no es a ti al primero que le pasa, han sido muchos”. Te señaló además, que bebe cerveza si alguien se la brinda, lo que efectúa desde hace unos años, luego que su amado, con quien se casaría en grande, misteriosamente desapareció en la urbe neoyorquina, algo que ella no acepta y lo sigue aguardando con inmensas ansias. 

    Sentiste un hondo vacío entre el pecho. Mas, le dijiste que le pusieras a ella otra cerveza, pagándole cuanto debías, sin papel, de boca, dándole una buena propina. El mozo se alejó hacia la barra. La gente te contemplaba con seriedad. Entonces te pusiste de pies y con pasos lentos abandonaste aquel negocio. En tanto ibas andando percibías miradas en la nuca y escuchabas que de las entrañas de la ‘vellonera’ se repetía:

                        

         “Penélope, con su bolso de piel marrón,

          sus zapatos de tacón, y su vestido de

          domingo”...

 

NOTA: Esta narración pertenece a nuestro libro de relatos "En ese doblar de campanas, el cual se halla registrado en la Oficina de Derecho de Autor (ONDA).

 

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