EL SIMULADOR (Relato)
Por: Bernot Berry Martínez (bloguero).
NOTA: Les recordamos a nuestros gentiles y pocos lectores que este blog es variable, trata distintos temas, sim importar géneros. Y como consideramos que lo literario, lo cultural, caminan juntos a la realidad, narramos de cuando en vez algún relato, ya que en esencia se ignora cuál es la verdad y viceversa. Gracias por darnos un vistazo.
Él va caminando hacia su hogar con su andar característico, ridículamente columpiándose de izquierda a derecha, haciendo que muchas personas sonrieran.
Lleva puesto un sombrero negro. Son casi la diez de la noche pero tiene unas gafas oscuras, especiales contra el sol, que ocultan sus tristes ojos.
Su vestimenta es algo estrafalaria, de ésas que usan los cantantes chillones, con voz molestosa, y que soportan y aplauden la gente tarada. Calza, cual regularmente realiza cuando anhela exhibirse por el pueblo, unas zapatillas de suave goma, con los que anda sin pisar fuerte, especiales para correr.
Sí, ahí marcha ese hombre, simulando ser perfecto, de hablar pausado, solitario en mente y alma, sin amigos, destrozado su corazón desde la pubertad, creyéndose indispensable, queriendo siempre imponer sus opiniones a los demás, arropando en sus tinieblas paranoicas a quienes les hacen el juego al siempre infante mimado, delgadísimo, cuya madre aún se aproxima a su lecho para que se duerma y el ‘cuco’ lo deje en paz, ese ‘cuco’ que viene a llevárselo lejos, a sus dominios pantanosos, esto según lo aseguraba su abuelita, campesina señora que le encantaba relatar misteriosas y fantásticas fábulas.
Cuando llega a su morada se pone a mirar la televisión. Sin embargo, no pone atención al programa transmitido. Está inquieto. Algo lo perturba, así lo intuye su progenitora mirándolo de soslayo, dándose cuenta que los ojos de su hijo se hallan hacia el suelo, talvez perdido en la distancia y el tiempo. Por un momento a ella le llegan deseos de acercársele para quitarle el sombrero y las gafas, acariciar su cabeza, susurrarle al oído palabras tiernas, tranquilizarlo, pero recuerda que eso le da rabia si se lo hace en la sala-comedor, y la buena señora no se levanta de la vieja mecedora, quedándose meciéndose en el viejo mueble en que su difunta madre, con el niño sobre las piernas, le narraba sus tétricos relatos.
Poco después el joven se dirige al baño. Allí orina abundantemente, los brazos levantados con las palmas de sus manos pegadas a la pared, tarareando una canción en voz bajísima que le agradaba muchísimo y que nadie, con la sola excepción de su mamá, sabía que a él le encantaba una barbaridad. Se lava la boca con sumo cuidado. Hace unas gárgaras con un brebaje que guarda entre el botiquín. De esa manera mantiene perfectas sus cuerdas vocales. Se quita los lentes oscuros para enjabonarse el grasiento rostro. Se recluye en su habitación. La ropa se la quita observando una salamandra que lentamente se mueve por el techo, acordándose de cuanto decía su abuela de tales animalitos (“son duendes que nos protegen de los malos espíritus”.) Su vestimenta guarda en un armario de tono pardo y que había pertenecido a su padre, aquel marinero desaparecido entre las olas del mar en una tormenta por la Isla Saona.
La puerta deja entreabierta: él nunca la cierra aunque tiene dos cerrojos. Entonces enciende un pequeño receptor y pone un cassette de un cantante cubano. La madre escucha esa grabación desde la sala. Oye que está siendo entonada por el hijo, quien la vocaliza con cierta intensidad pues le agrada hacerlo con su chirrante voz.
Ella cierra puertas y ventanas de la vivienda de madera heredada de sus padres (acerca de esa casa los muchachos del barrio aseguraban que a medianoche, con frecuencia, se notaba por su patio a un anciano con la cabeza desprendida, sosteniéndola en la diestra) Cuando la dama apaga el televisor y la luz de ese lugar, disponiéndose a quitarse su vestimenta para acostarse, percibe que su único vástago ha dejado de canturrear porque la grabación ha finalizado. Por eso, en el silencio dominante del sector, la señora escucha que su hijo saca el denominado cassette y coloca otro, uno con un volumen apenas audible, oyéndola mientras él la canturrea en voz baja --como si lo hiciera con la boca tapada con la gruesa sábana con la cual se arropa--. Empero, ella no le da importancia a tal motivo porque sabe perfectamente que tal canción, desde hace tiempo, de cuando estuvo muy de moda, era la predilecta de su amado ‘muchacho’, conociendo que la misma tuvo una poderosa influencia en la transformación suya, cambiándolo en forma radical de cuando vez, ya que:
...”las manos dentro de los bolsillos de su gabán,
pa’que no sepan en cuál de ello lleva el puñal,
lentes oscuros pa’que no sepan que ‘tá mirando,
con el tumbáo que tienen los guapos al caminar,
lleva un sombrero de alas anchas de medio láo,
y zapatillas pa’si hay problemas salir voláo, un
diente de oro que cuando ríe se ve brillar...”.
Cierto, en las calles, él, aunque no siempre, imita al ‘Pedro Navaja’ en la canción de Rubén Blades en la manera de andar, vestir, mirar. La madre lo sabe bien ya que la lleva escuchando bastante, y que su vástago la repite varias veces en determinadas noches, hasta que súbitamente lo oye chillar:
--¡El cuco, abuela, el cuco! --y la pobre mujer se levanta deprisa, entrando a su habitación, quitándole la frazada que cubre su asustado rostro, tranquilizándolo con susurrada voz en tanto le acaricia los sudorosos cabellos como lo viene haciendo desde el repentino fallecimiento de su madre en la mecedora, aquella buena contadora de las siniestras narraciones.
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