EL VIEJO ANDRÉS (Relato)
Por: Bernot Berry Martínez (Blogario)
Cabizbajo, caminando con lentitud, oscilando su enjuto cuerpo, el antiguo marinero Andrés, un mestizo curtido por el bravío sol caribeño, de mediana estatura, vistiendo andrajosa ropa, sombrero desteñido por los años, llevando a cuestas un saco de pita en donde guardaba sus únicas pertenencias, náufrago de aquella goleta de dos palos en la que había laborado hasta esa mañana gris, lluviosa y borrascosa en la cual a esa embarcación se le abrió el casco, hundiéndose frente a Macorís, Rep. Dom., conduciendo a muerte a cinco tripulantes, salvándose solamente él, quedando tan frustrado y apenado que jamás volvió a la mar, viviendo realizando variadas ‘chiripas’, trabajitos que el tiempo fueron disminuyendo porque sus fuerzas no le permitieron continuar con el peso de la vida, viéndose forzado a la vergonzosa tarea de limosnear.
Mientras el anciano Andrés se dirigía hacia el lugar donde con frecuencia pasaba la noche --la Iglesia Católica-- luego de recorrer las calles mendigando, reflexionaba en que solamente había conseguido varias monedas que sumadas hacían un peso. Asimismo obtuvo dos panes, un poco de café y un tabaco, todo dado por doña Friné para que él le averiguara un asunto dentro de la parroquia. Se detuvo un momento para soliloquiar: “¡Hum, pobre vieja, creo que tá media loca! Pero qué carajo, aquí tó el mundo lo etá, y algunos hasta de remate. ¿No es así, eh? ¡Claro que lo es! Y te digo eso porque yo he visto al curita ese, al gordito españolito, quien se levanta temprano, siempre a las cinco y nos despierta a gritos a todos los que dormimos pegado a la parroquia. Y como si fuera un loco, casi encuero, empieza a correr alrededor de ella voceándonos con palmadas ‘¡apúrense mis hijos, apúrense!’ Volviendo a vocear lo mismo cuando pasaba de nuevo y con más palmadas, hasta que nos saca de ahí, de la casa dizque del Señor, echándonos pa la calle, viéndonos sonreído mientras nos alejamos cargados de pena, cansados, temblando de frío, hacia un nuevo día, aún un poco oscuro si es verano y de noche si es invierno.”
El viejo Andrés prosiguió su andar, razonando consigo, manifestando que doña Friné estaba mal de la cabeza: “Eh, ¿sabes lo que me dijo cuando me dio las cosas que tengo, ah? Bueno, me llamó, ¡André, André! Y fui donde estaba. Noté que se reía un poquito, saliéndole una babita por la boca en donde tenía un tabaco, un túbano sostenido por la punta, por donde se prende. Eh, dígame doña Friné, le dije. Entonces, dejando de reír, me tomó la mano, esta, la derecha, y poniéndome el tabaco sobre ella me informó. ¿Puedes saberlo, ah? No, no podrías, Oye, con seriedad me manifestó lo siguiente: André, fúmatelo esta noche y dime si es verdad que allá dentro, en la iglesia de los curas, se escucha a Dió caminando, como me han dicho. Te digo que me quedé espantado. Era algo que jamás esperaba, mucho menos de esa mujer que siempre tiene su rosario a mano rezando, rezando a cada rato. En eso me regaló las cosas que llevo entre el saco...”
Eran de ocho a diez los pordioseros que solían dormir en la parroquia --la ‘Casa del Cristo Redentor’--, acurrucados a las cerradas puertas, cubierto con periódicos, calentándose unos a otros, durmiendo un par de horas porque no conseguían hacerlo la mayor parte de la noche, quedándose despiertos, pensativos, los ojos tristísimos, la mayoría observando hacia el Oriente, buscando el primer rayito de luz, sonriendo varias veces al percibirlo en lontananza ya que conocían que llegaba el amado día, ese ahuyentador de las tenebrosas tinieblas y que les proporcionaba el amado calor que tanto ansiaban sus húmedos huesos.
El anciano seguía caminando. Por su modo de andar, balanceándose, un par de mozalbetes se mofaron de él. No obstante no les hizo caso, ni siquiera los miró, y aunque le pegaron en la espalda unos bagazos de naranjas dulces, voceándole “viejo ‘e mierda, continuó su lenta marcha, meditando en doña Friné, diciéndose que lo grande de aquélla es que le hizo jurar por la Virgen Santísima que lo haría. Por eso recordó su rostro expresándole: “Tiene que pegarte bien a la puerta, André, pegaíto, oyéndolo tó, tó cuanto pasa allí dentro”.
Monologó que no le gustaba realizar esa cosa ni siquiera un poquito, preguntándose con un susurro: “¿Y tú sabes por qué, ah?” Enseguida se respondió: “Porque... eh, mira, es que yo nunca he oído naíta ahí dentro, solamente a ratones, ratones grandotes que viven allí, que nos joden la paciencia pues sacan los hocicos por debajo de la puerta y nos muerden las nalgas”.
El anciano se detuvo. La parroquia estaba al frente. Como siempre hacía la contempló. Pero esta vez no la admiró como regularmente efectuaba. No, contempló relámpagos a lo lejos, y entonces se acordó del naufragio de la goleta, de los gritos de sus compañeros, de su lucha contra la furia del mar, afirmándose que no sabía por qué diantre se salvó, recordando que alguien le refirió que se hallaba con vida para algo, pero de nuevo volvía a responderse que ¿para qué lo estaba, ah? Y de igual modo, semejante a muchas otras veces, volvía a responderse que para nada bueno el Señor lo dejó vivo. Empero, dejando lo anterior, otra vez cayó en el asunto de doña Friné, interrogándose si será cierto que Dios se pasea dentro de esa iglesia, contestándose: “Creo que tó eso e’ puro cuento, no camina ná, ahí sólo lo hacen las grande rata, eso sucio animale que le encantan morder nuestro ‘jediondos’ traseros”.
Mientras iba caminando en forma diagonal la calle Colón para llegar al templo, su mirada la mantuvo fija en una verja de acero que estaba siendo levantada deprisa alrededor de la iglesia. Llegó a la cerca. La contempló Tenía poco más de dos metros de altura, fuerte, puntiaguda. Su mano izquierda aprisionó un barrote, mientras sus ojos sin brillo avistaron el estrellado firmamento, preguntando: ¿Por qué, mi Dió, por qué? Unos instantes estuvo contemplando el bello cosmos, tal vez aguardando contestación a su interrogante. Empero, considerando que se hallaba en una posición ridícula ya que un motorista le voceó, “viejo ‘el carajo, allá no te quieren, sino aquí abajo el diablazo”, se pasó el saco de pita al hombro izquierdo, prosiguiendo andando, agarrando barras con su diestra a medida que avanzaba. Iba cavilando:
--Eh, nadie no quiere, muy pronto, mañana o pasado, eta vaina de hierro será terminada y tendremo todo que irno al carajo. Dicen que la construyen porque la gente se orina en la parede, que la ensucian y hacen pendejada. Pero también aseguran, y puede ser por eso sí, que la etán fabricando porque dique moletamo mucho a esa perfumada dama que entran y salen de la iglesia adorando al humilde Jesús, incomodándola con el pide-pide. ‘Señora, por Dió, deme algo, algo pa comé’. Pero no oyen. Son sorda. Siguen caminando. ¿Por qué no ecuchan, eh? Hum, una se detiene y me mira. Su ojo no tienen vida. Percibo que se halla llena de soledad. Ella me hace recordá una tintorera que pequé por la ila Catalina. La veo sacá de su lujosa cartera un portamoneda, lo abre, saca dié centavo y sosteniéndola con las puntas de su uñaza roja la suelta sobre la mano que tengo extendida (¡Qué vergüenza, carajo!) Y me dice, no, me ordena señalándome con su largo índice mientra me mira con seriedad: ‘Cuidadito con bebérselo de ron, ¿me oye?, Dios siempre lo ve todo, está en todas partes’. Eh, entonces yo me pregunto, pensando en lo que me dijo la vieja gorda aquella, si eso e’ verdá, puedo interrogarle: ¿Dió, e’ cierto que Usté se pasea entre esa iglesia, como me dijo doña Friné que le averiguara, ah?
Andrés prosiguió caminando, agarrando cada uno de los barrotes que formaban la verja, sin darse cuenta que la misma ya había sido finalizada, faltando solamente pintarla. Vino a darse cuenta cuando realizó una vuelta completa en derredor del enrejado, comprendiendo su triste y penosa realidad. Y miró buscando a los otros pordioseros que regularmente dormían allí. No obstante no los vio. En ese instante tuvo la sensación de que se hallaba solo, igual a como estuvo cuando zozobró la nave de madera, luchando por su vida contra las encrespadas olas, el miedo, la angustia, oyendo los gritos de sus camaradas. Y dejó caer el saco de pita al suelo, e impotente, sintiéndose un ser en extremo miserable, completamente abandonado entre una sociedad selvática, asfixiante, ‘de sálvese quien pueda’, agarró con sus manos dos barras de la verja y con su cabeza en alto, hacia el cielo, los ojos bien cerrados, sentenció: “¡Mierda pa tó el mundo, mierda!” Y se quedó con el rostro convulsionado, las penas quebrándole su interioridad de hombre de bien, trabajador, de jamás faltar a su palabra, cumpliendo lo prometido, sin nunca haber faltado a un ofrecimiento, sin hacerle daño a nadie. Y cuando de nuevo abrió sus tristes negros ojos, ambos estaban llenos de profundas lágrimas.
Caviló que eso no podía quedarse así, que debía cumplir con doña Friné. Se había comprometido. Y él era un hombre serio, siempre lo fue, más honrado que muchos curas, incluyendo ese sacerdote español (“apúrense, mis hijos, apúrense”), maldiciéndolo por su hipocresía. Y se acordó que unos días atrás, amaneciendo, casi oscuro, los llamó palmoteando: “Arriba, mis hijos, de pies, de pies por Cristo”. Y al levantarse con brega, hambrientos, al compás de sus palmadas y cínicas frases, poniendo la cara de santurrón les expresó: “Mis hijos, no se apuren por la cerca de hierro, no la estamos haciendo por ustedes, sino por bandidos que se orinan en las paredes y hacen vagabunderías con mujeres desvergonzadas. Tengan siempre en cuenta que la Iglesia es principalmente de los pobres, de ustedes, así lo manifestó Jesús en el Sermón del Monte, cuando dijo, eh, ‘bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de los cielos’. Les dijo también que la parroquia era de ellos, de los infelices desamparados y que contaran siempre con su protección. Y por aquel recuerdo Andrés se preguntó, que cómo podrían pegarse a la cerrada iglesia a pasar la noche si la verja de acero se los impedía. Entonces fue que lo pensó. La idea le llegó con rapidez: claro, la saltaría para poder cumplir con lo prometido a doña Friné, él no era un charlatán, y mucho menos porque se lo hizo jurar por ‘Tatica’, la Virgen Santísima de Higüey, y con eso no se puede jugar no, era algo muy sagrado aunque él no fuera religioso. Y siguió meditando en que esa verja no podía impedírselo, pues por algo fue marino, y de los buenos, y que nadie trepaba por los palos más rápido que él. Claro, nadie le ganaba. “Vaya, ¿entonce me detendrá esta cosa hecha con barra de hierro, ah? No, tigre, eso jamás. Yo tengo que entrar ahí dentro Se lo prometí a doña Friné. Sí, tengo que juntarme a una de la puerta y tratar de escuchar si Dió camina en ella o no. E’ algo en que nunca había pensado a pesar de tanto tiempo durmiendo en ese lugar, pegado a esa grande puerta, cambiando de sitio de acuerdo al clima. Y te puedo jurar que jamás me pasó por la mente oír si Dió andaba en ese recinto religioso hasta que vino doña Friné a embromar con esa vaina, prometiéndole que lo haría, que trataría de escuchar con muchísima atención su petición. Eh, quizá me estoy volviendo loco de remate también, igual a doña Friné. Pero pa’lante. Tengo que averiguarlo. Hum, ¿y si le oigo andar qué hago, eh? ¿Lo llamo y le pregunto algo, ah? (‘Dós, tamo frito, ayúdeno, ayúdeno...’) Hum, doña Friné no me dijo naíta de tan tremenda pendejá”.
Andrés tomó el saco de pita y lo sujetó en lo alto del enrejado. Miró hacia ambas direcciones y a nadie vio. Todo el sector estaba solitario. Sonrió. Se dijo que la suerte hallábase de su lado y que talvez Dios --¿por qué no, eh?-- se encontraba protegiéndolo pues ni siquiera advirtió gente por el cercano Ayuntamiento. Comenzó a subir la cerca en tanto soliloquiaba: “Eh, mira cómo voy haciéndolo. Subo fácil. E’ que soy un hombre encojonáo. Fui marino, ya te lo dije, y de los buenazo. Ahora toy arriba. Eh, tengo que cuidarme de la peligrosa punta. Hum, déjame ver si viene alguien, algún chimosito de lo cura. No, nadie, ni siquiera un ruidoso motor, tampoco ningún carro. E’ que me hallo dichoso. Debí jugar un ‘palé’. Bueno, lo que me preocupa e’ si oigo a Dió caminando. Pero de seguro eso e’ una tontería. Me parece que doña Friné me encargó esa vaina con la finalidad de burlarse de mí. A ella le guta relajá. Le encanta poner de ridículo a cualquiera. Porque si eso fuera cierto, si Dió se pasea entre eta iglesia, con seguridad tó el pueblo de Macorí tuviera aquí pidiéndole cosa por fundas. Porque, carajo, qué gente que pide, más que nosotros los viejos que no tenemos ná, ni en qué caerno muerto. Y de seguro lo cura no tendrían la puerta cerrada, sino abierta, con la campana sonando, el templo lleno de incienso, haciendo tale religioso su agotazo, igual que lo carterista, y a nosotros nos alejarían a trancazo hace tiempo. Hum, ¿y si de verdad Dió sale ahí, eh? Bueno, ya veremo, ya veremo. Eh, ahora bajaré con cuidado, lentamente, cuidándome de la traicionera punta. Hum, pero te vuelvo a repetir, si, te repito ¿y si Dió sale ahí dentro, ah? Eh, ehh, ehhh…” (*)
A las 5.15 A.M., cuando el sacerdote español comenzaba a efectuar sus acostumbrados ejercicios matutinos, halló el cadáver del viejo Andrés con un fuerte golpe en la cabeza, sobre un charquito de sangre, los ojos muy abiertos con dirección al Este, por donde sale el Sol. Sus labios parecían poseer una sutil sonrisa.
*NOTA: Aquel enrejado le fue retirado a esa iglesia unos 25 años después de este relato, cuando el gobierno de turno, complaciendo a curas y feligreses, decidió otra vez repararla, gastando millones de pesos en su restauración.
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