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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'LA MISION DE JAIMITO' (Novela)

 

                 Capítulo No.11

 

 Por: Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

    Jaimito escuchó la sirena del Cuerpo de Bomberos avisando las doce del día. Se había puesto a majar los frutos del almendro con la finalidad de obtener sus nutritivas semillitas. En ese momento dejó la piedra con la cual rompía las envolturas y reflexionó: "Hum, ya tá bueno. Son la doce. Ya me he comío como treinta entre almendra y semilla.  Eh, no sé si vaya a la casa o no. No toy seguro no. Pero, ¿y si papi vino por mí pa' irno a comprá el redoblante, ah?... No, eso no puede sé no. De seguro que hubiera venío aquí a bucarme. Eh, de casa al parque no e' lejo, no e' lejo... Entonce, eh, entonce si no ha venío e' porque se halla bebiendo, toy seguro d'eso si, toy réquete seguro que tá tomando cervesa".

     Y en ese instante: "Hijo, hijo, vine a bucarte, me tenía preocupá --dijo sorpresivamente Manuela al lado de Jaimito, poniéndole su diestra  en  la  espalda.

     --¡Oh mai! ¿A qué vino aquí, eh? --el adolescente la contempló ligeramente asombrado.

     --Te dije que taba preocupá por ti, cariño. E' que tú no ha comío ná, naíta ha comío  -la madre le acarició el enmarañado pelo.

     El jovencito respondió que había ingerido la fruta del almendro, como también las semillas de ellas, enseñándole las envolturas rotas que hallábanse a un lado del asiento. "Mire, mire el montoncito ahí, mírelo". Ella le contestó: "Tá bien, comite, comite, pero te tengo un plato con arró y pica-pica, también un yaniqueque". Y Jaimito: "¿Otra vé pica-pica?" Y ella: "Bueno, bueno, eh, te prometo que mañana haré otra cosa. Así que vamo pa' la casa, vámono". Empero, el muchacho estaba algo indeciso, por eso expresó: "No sé, mami, no tengo hambre no, sólo un poquito de sueño".

     --Bueno, vámono, duerme un rato y depué te come la comía.  Oyeme Jaimito, tú debe alimentarte bien porque podría debilitarte y...

     --¡Ay mai, no venga con eso otra vé!  Má tarde voy a comé. E' que ahora, ahora hay mucho silencio, un silencio bueno pa' oirla. Ella cantan tan bonito, mami. Me encanta ecucharla. E' por eso que vengo aquí. 

     --Pero, ¿de qué tú habla, hijo? --la madre hizo la pregunta con cierta preocupación, respondiéndole su vástago--: "Eh, de la golondrina, mami, de la golondrina, de su canto, de su vuelo en sigsá, de su..."

     --Pero hijito... 

     --¡Shhh, mami, shhh! Ecuche, ecuche --Jaimito levantó su índice, la mirada hacia el espacio, su progenitora imitándolo, tratando ambos de percibir los bellos sonidos emitidos por las veloces avecillas que sobrevolaban el armonioso sector.

     --¿Oyó, mami, oyó? --los negros ojos del muchacho estaban fijos en los de su madre, quien lentamente se sentó en el banco a la vez que afirmaba-:"Sí, querido, ecuché su canto, ecuché su canto". Y el hijo: "¿Verdá que son lindo, verdá, mai?". Y ella: “Sí, cariño, cantan bonito, cantan bonito". Y Jaimito: "Me alegro que le guten, mami, me alegro muchísimo pue' pensé que no le gutaban". Y Manuela le respondió que a ella siempre le habían agradado las golondrinas, contándole que cuando fue niña se entretenía en algunas tardes, en la barriada de Miramar, debajo de un árbol de ponceré, contemplándolas, incluso tratando de contarlas. Y mientras ella le relataba lo que hacía durante su infancia, Jaimito se le quedó mirando con cierta extrañeza, y quizá por eso fue que interrumpiéndole la cuestionó si también le agradaban los demás pájaros ya que a él le cautivaban todas las aves, amándolas, las apreciaba en demasía, principalmente aquel pequeño nombrado 'zumbador' o picaflor y los lindos nidos que  fabricaban, complicados, en forma de embudos. Y su madre sonreía, cruzándole por su mente hermosas imágenes de su niñez, informándole que sí, que le encantaban bastante los emplumados, pero el que más le encantaba era el pájaro carpintero, lo admiraba, poníase contenta oyéndolo cantar, y que si lo percibía volar con sus subidas y bajadas, llegar a un árbol para picotearlo, entonces,  entonces que reía igual a cuando  fue inocente niña.

      --¡Oh! ¿Y por qué nunca me dijo que le gutaban lo pájaro, eh mami? --la vista del adolescente encontrábase fija en los ojos de su progenitora, quien con cierta alegría le respondió--: “Bueno, no sé, tal vé porque tú ere varón, macho, bueno, tú sabe". Mas Jaimito le contestó: "No entiendo no, no entiendo lo que dice, mami". Y ella: “Bueno, déjame ve si te lo eplico, hijo, déjame ve. Mira, lo que pasa, lo que pasa e' que al varón hay que educarlo fuerte, duro, d'eta manera no se vuelve un tipo raro, miedoso, debilucho, eh, como si fuera mujer, así no se convierte en un mariquita, eh..., en un afemináo, ¿comprende?". Y el muchacho manifestó: "¿Anjá? Entonce, ¿e' por eso que al varón lo tratan con duresa, ah?"  La madre expresó, inclinando la cabeza, ligeramente triste, que por eso era, pues de ese modo el niño se va acostumbrando a ser varonil, nunca llorón, convirtiéndose en verdadero hombre, en real machazo.

     Jaimito se puso pensativo. La mujer respetó ese silencio. Unos segundos después el hijo murmuró: "Vaya, ahora entiendo, entiendo, enseñan al varón a odiá lo hermoso del mundo. Ahh, ya toy comprendiendo a mi papi, al guáchiman aquel, a tanto hombre rabioso que andan por ahí borracho". La madre lo interrumpió para cuestionarle si comprendía a su padre, y nuevamente le acarició la cabeza. El muchacho le contestó que lo entendía bien, y que ahora sabía la razón por la cual su progenitor bebía como un demonio, haciéndolo debido a que poseía un resentimiento contra la gente ya que de esa forma lo educaron ("él no e' culpable no, atúa así porque eso aprendió", lo dijo con cierta seriedad) La lavandera se asombró de tal respuesta, pues jamás su vástago le había hablado de esa manera y por eso le interrogó si alguien se lo enseñó, si algún desconocido le informaba esas cosas. Sin embargo, el mozalbete evadió contestarle con claridad ("¿uté tá como abuela, mami?", interrogó), indicándole inmediatamente que nadie se lo manifestó, eran asuntos que salían de su mente, las pensaba cuando hallábase solo, sospechando lo de su padre y otros hombres a consecuencia  de que lo intuía desde días atrás y no porque ella le había  explicado la forma  como  educan   a   los  varones.  Igualmente  le   informó que cuando se encontraba solitario en un sitio desolado y silencioso, con pajaritos a su alrededor, el cercano río con sus tranquilas aguas yendo hacia el mar, contemplando él al 'hombre de la atarraya' con su espalda brillante, escuchando la brisa pasando entre ramajes o admirando desde la desembocadura del río a las gaviotas y al precioso mar perdiéndose a lo lejos, percibiendo que esa gran masa de agua salada le atraía, le llamaba, invitándole a penetrar en su seno para que indagara el origen de la humanidad, teniendo él que volverse muy decidido para no hacerlo, no entrar allí dentro a investigar los misterios de la vida...

     --Sí, e´por ahí por donde me llegan eso pensamiento, mami, e´ por ahí.

     Manuela se encontraba sumamente asombrada de cuanto le explicaba su primogénito. No entendía de dónde había sacado esos asuntos tan raros. No quería aceptar que salían de su mente. Era un muchacho. Apenas llegaba a trece años. Asimismo tampoco le había escuchado conversar de modo tan extraño, haciéndolo como si fuera una persona madura y con mucho estudio. Entonces, no podían ser cosas de su meditación juvenil. Eso no era cierto de que actuaba por cuenta propia. Tenía que haber alguien que le sirviera de maestro, algún extraviado, un raro, uno de esos tipos leedores de 'libros peligrosos', de 'textos que envenan el alma' como muy bien lo afirmaba el sacerdote de su escuela y que ella estaba advirtiendo en Jaimito. Claro, presentía que su hijo hallábase intoxicado intelectualmente. Y lo grande que ella sin saber nada, ignorante de todo, totalmente perdida. Eso le era doloroso. Pero, ¿quién podía ser? ¿Cuál era ese tipo, astuto y cobarde, quien no daba la cara para enfrentarlo como se lo merecía?... De la manera anterior más o menos cavilaba Manuela en tanto seguía acariciando el pelo, cuello, hombros del adolescente, el cual continuaba exponiendo sus conocimientos a su progenitora. Fue en eso que, similar a relámpago en lejanía, a la lavandera le llegó ese terrible presentimiento de que su hijo corría un inmenso peligro. Cierto, quienes se expresaban de esa forma inmediatamente eran vigilados, observados con desprecio, perseguidos, no les daban trabajo, les hacían  la  vida  imposible, y por último, si no se vuelven locos o se marchan del país, entonces los eliminan de alguna manera. Todo lo anterior se conocía en el barrio, no era secreto para los macorisanos, tampoco de los dominicanos, tal vez de algunas naciones del mundo. Eso ya había sucedido varias veces. (“Es que así es la vida, Manuela" --memorizó la mujer lo contado por un primo suyo, buen hombre, inteligente, estudioso, desaparecido extrañamente una semana después de conversar con ella--, "ellos nos manejan iguales a marionetas, ya que debemos de actuar como lo planearon. Oye, hacer lo contrario, desviarse de cuanto trazaron, bueno, eso convierte a uno en perdida cabra montesa, en presa, y sus servidores a sueldos te seguirán hasta eliminarte. Incluso lo hacen más allá del horizonte, en lontananza. Escaparse es muy difícil. No perdonan aunque renuncies a tus creencias. Muy pocos se salvan de tales persecuciones. Y eso viene desde lejanos tiempos. Mira, ni siquiera excusaron al Cristo del Gólgota, al Nazareno, utilizando parte de su doctrina de amor, tergiversada claro, como un modo de mantener en la oscuridad a ésos que se hallan huérfanos de percibir luces rosadas en este fétido ambiente"... ) Y Manuela dejó de pensar en lo dicho por su pariente un año atrás, admirándose por la forma tan fácil en que lo recordó en tanto Jaimito seguía hablándole. Por eso se dijo que todo se encontraba muy raro en ese solitario sector. En eso, aquel anciano que estuvo durmiendo sobre un asiento no lejos de donde ellos se hallaban, cruzó cerca de ambos, dejándoles un tenue olor fangoso. La fémina se estremeció al olfatear ese hedor porque se acordó de lo que Pedro le relató acerca de cuanto le había sucedido en el  Parquecito de las tres palmas. 

     --Vámono, hijo, vamo pa' casa. Te baña, duerme un poco y luego come algo. Tú lo debe hacé, eso te hará bien, créme.

     --Bueno, tá bien, mami, pero má tarde voy a salí, voy a salí.

     Ambos se levantaron. La madre preguntó: "Hum, ¿y puedo sabé dónde tú va, Jaimito?". El adolescente respondió que daría una vuelta para observar el río. "Eh, hoy má que nunca debo acudí a mirá el atardecer".  Mas ella se atrevió a cuestionarle si era  por  el  asunto de la misión. Ya cruzaban  por el centro de la avenida Independencia. Jaimito guardó silencio unos segundos antes de responder: "Sí, mami, por esa misión tengo eta tarde un compromiso con nuetro Río Macorí, mal llamado Higuamo". Ella le interrogó la razón por la cual denominaba con ese nombre al río y no Higuamo como la mayoría de la gente lo hacía. Con ligera sonrisa, mientras pasaban próximo al colmado del simpático Ramón, el jovencito contestó que Macorix era el verdadero apelativo de nuestro río, conociéndolo él cuando contemplaba sus aguas unas semanas atrás en que llovió mucho la noche anterior y éste arrastraba numerosas algas hacia la mar. "Sí, mami, esa vé me pasó algo muy raro, y se lo cuento porque uté me lo ha pedío", dijo, continuando que no se asustara por cuanto escucharía pues la realidad de la vida es más extraña que la imaginaria, más absurda que la fantástica, aconsejándole nuevamente que no se alarmara ya que no se encontraba loco como manifestaban sus ojos (la lavandera se asustó con esa expresión). Ya andaban entre la barriada. La gente los contempló: iban abrazados, hablaban bajito, y no pocos comentaron, sonriendo algunos de ellos, de que era algo del 'carajito Jaimito el mariquita', porque... ¿quién no sabía en todo el barrio de que ese muchacho era un futuro 'pajaruco', eh? --algunos infantes les lanzaron piedrecitas con cierto disimulo. 

     -- Cierto, mami, así como lo oye fue: un precioso indiecito, con pluma verde en su negrísimo cabello me confesó que el verdadero nombre del río e' Macorí, y que por ese nombre le llamaron Macorí a ete pueblo. Eh, no le miento, mami, no le miento naíta. Eso me aconteció  en  la  orilla, mirando  un  rojiso atardecer. 

     La mujer le afirmó que creía en todo cuanto le había dicho. No obstante le exigió contarle más de esa misión que le pidieron cumplir. Y Jaimito le respondió que no se apurara, que aunque ahora ella podía comprenderla un poco, tal vez después la entendería bien. La madre le pellizcó la mejilla diestra, diciéndole: "Hum, Jaimito, ¿y tú me cré tan bruta, eh?". Y él le contestó que no, que eso nunca, ya que estaba estudiando, lo cual  era  bueno, y que podría ser por ese estudio que comprendía algo de cuanto le había dicho, cuanto se hallaba pasando, contrario a su padre, un hombre amargado, quien no estudiaba, no leía, viviendo trabajando como un burro para después gastar casi todo su salario en  alcohol  (la mamá no salía de su admiración)  

     Iban entrando por el callejón cuando la madre manifestó: "Oye, y hablando de tu padre, eh, quizá él vino a bucarte, si, talvé vino a bucarte pa' comprá el tambor, ¿qué tú cré, ah?". Y el jovencito, meneando la cabeza, respondió: "Pobre mami, uté sabe mejor que yo dónde se encuentra mi pai". Y ella: "No lo sé, hijo, te lo puedo jurá que no lo sé". Y Jaimito: "Entonce, ¿no se pusieron utede de acuerdo pa' engañarme con el asunto del redoblante, ah?”. La madre se detuvo cuando llegaban a la cocina, expresando: "Por Dió, hijo, no fue así, no fue así. ¿De dónde sacate tal idea, eh,  pue' la mima no e' verdá, no e' verdá?"

     -- Bueno, e' que yo sé que eso tambore son caro, que utede son pobre, y que papi bebe mucho y que por eso no me lo podrá comprá, no me lo podrá comprá.

     --Epera, hijo, epera: él me aseguró que te lo bucaría  como fuera; incluso que empeñaría o vendería su cadena y su guillo pa' conseguírtelo.

     Entraron a la vivienda. Jaimito hallábase pensativo al sentarse en la sillita de hierro. Su madre comenzó a lavar unos platos. El adolescente le recordó a su progenitora que la cadenita y el guillo de oro eran un orgullo para su padre, pavoneándose al usarlos de cuando en vez. Ella le indicó que eso significaba que con cierta seguridad su papá le compraría el redoblante. Empero, el hijo, dudando de que lo hiciera, señaló: "¡Já! ¿Y uté le creyó eso, mami?", contestándole ella que se lo había creído porque sus palabras tenían sinceridad, así lo intuyó, contándole además lo que su marido le narró sobre cuanto le aconteció en el Parquecito de las tres palmas, "en donde se encontró con una cosa brillosa, jedionda a mangle, cosa eta que le habló con vó rarísima pa' pedirle que te comprara el tambor ya que tú tiene una misión pa' cumplí". Al escuchar lo que ella le informó Jaimito se levantó deprisa, agarrándole un brazo. Ella vio que sus ojos estaban muy abiertos, notándolo nervioso. El muchacho la interrogó: "¿Le salió qué, mami? Dígamelo, dígamelo". Pero Manuela le expresó volviera a sentarse para que comiera, que debía hacerlo, que se notaba debilucho. Pero él insistió que se lo informara. "Por favor, mami, dígamelo", sujetándola fuerte, por lo cual la madre se apenó y le repitió lo que había dicho, de que algo brilloso, tal vez un espíritu, con olor a mangle, le salió a su padre en ese parquecito, "pidiéndole comprarte el tambor pue' tú tiene una misión que cumplí". Enseguida la madre, casi llorando, le indicó: 

     --¡Ay Jaimito, me dá miedo, tengo apuro, no sé que tá sucediendo!  La gente e' mala, te pueden matá. Tú no te imagina lo que toy pasando con eto. ¡Ay, déjame abrasarte, hijito mío, déjame abrasarte, cariñito!...    

 

 

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