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Bernot Berry Martinez (Turenne)

ESOS 60 MINUTOS EN LA VIDA DE IGNACIO PÉREZ MORALES

 

Relato de mi libro ’En ese doblar de Campanas’ 

 

Por Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

Aconteció en sabatina mañana en la urbe neoyorquina. La ciudad estaba envuelta por una neblina gris que le daba aspecto fantasmal. Un dominicano, las manos entre su abrigo marrón, respirando con cierta dificultad por la alta contaminación por la desierta calzada, se detuvo delante de un bar, miró receloso hacia los lados, y enseguida se introdujo en el negocio con una sola puerta de entrada y salida. 

El lugar se hallaba saturado de clientes y poseía un tenue humo azuloso. Ignacio atisbó que su reloj de pulsera marcaba las diez en punto, algo que también notó en uno grande, de pared, que había delante de él. Se frotó las manos, y como si buscara determinada persona recorrió el recinto con su dura mirada. Pero él a nadie inquiría, era un solitario desde que llegó a la adultez. Y sin quitarse el gabán, sentándose sobre un taburete rojo, pidió a un mozo de aspecto boricua una cerveza. 

En un vaso de cristal el empleado le llevó la bebida espumante, pagándola de inmediato. Bebió un sorbo. Mordiéndose los labios ojeó hacia la calle, haciéndolo asimismo hacia su derredor, observando con calma los desconocidos rostros. “Son unos imbéciles estos carajos”, se dijo. A continuación realizó una mueca horrenda frente al enorme espejo que había en la pared, viéndose en el mismo. De nuevo contempló la calle: nada, no advertía lo que con seguridad podría venir. Y volvió a ingerir un poco más de cerveza, contemplándose otra vez en el gran vidrio reflejador, reparando en esa cicatriz marcadora de su faz, hecha por unos jovencitos cuando apenas llevaba una semana en la ‘selva de hierro’. Meneó la cabeza ya que no le agradaba recordar ese pasado en el cual fue humillado, hurtado, marcado para siempre.

Palpó el revólver calibre .32 que llevaba oculto entre su holgado pantalón, y sonrió por un suceso reciente (“Si señor, ya ésos a más nadie joderán, pensó), volviendo a beber otro sorbo, afirmándose que esa cerveza era floja, para mujercita y no para machos como la de su país. Llamó al camarero y le pidió otro vaso con la bebida, quedándose observando en el espejo, la mano pasándola por su rostro, contemplando de soslayo para el exterior, haciendo gestos negativos. 

--Aquí tiene su cerveza, señor --dijo el despachador, colocando el recipiente a su lado, y sonreído esperó que le pagara, sosteniendo por el asa el anterior. Ignacio se quedó mirándolo, y cuando saldaba el valor le manifestó: “Eh, cerveza no, es agua amarilla con sabor a meáo de caballo”. El camarero escondió la sonrisa, cogió el dinero, también el vaso y sin responderle acudió al llamado de otra persona con extravagante vestimenta. 

El dominicano poseía los ojos tristes, rojos y lagrimosos. Es que llevaba tres días de mal dormir. Por eso agarró la copa y bebió un sorbito. “Meáo, puro meáo”, susurró con la vista fija en el espejo, advirtiendo a cuantos se hallaban detrás de él, igualmente a cuantos estaban a su vera. Se palpó el arma de fuego y algunas balas entre un bolsillo de su sobretodo, el cual aún no se había quitado a pesar de que iba sintiendo calor. 

 Una canción-salsa hizo que Ignacio Pérez Morales canturreara y tamborileara sobre la barra, ocasionando que varios de los clientes se fijaran en él. Sin embargo retornó a sus reflexiones al finalizar la grabación. Entonces fue que se vio jugando con varios niños en una playita de su pueblo natal. Sí, reían, nadaban, asaban cuanto pescaban, sin temor a nada, felices, el mundo a sus pies, sin separadoras barreras.

Dejó de meditar para atisbar fuera del bar, seguidamente a su reloj, dándose cuenta que solamente transcurrieron dieciocho minutos, 18,  asombrándose  de  las muchas cosas acordadas en ese lapso. “Es algo extraordinario”, dijo en voz baja, visualizándose acto seguido en una escuelita, aquélla en la cual se había enamorado de Claudia, la flaquita de los ojos húmedos (“¿Qué habrá sido de ella, eh?”, se interrogó con el vaso levantado), sorbiendo enseguida otro trago, mirando hacia la ancha vía, examinando la hora: 10:30. Sonrió de modo grotesco. De nuevo memorizó en su pasado, viéndose cuando estaba en la Marina Militar, corriendo en intenso entrenamiento por terreno con olor salitrero, laborando bárbaramente en la construcción del Club de Oficiales en la Base de Las Calderas, denominada ‘Cementerio de Hombres Vivos’, marchando en larguísimos desfiles, navegando en viejos barcos que se despedazaban en la mar.          

 --Carajo, no quiero acordarme, no quiero acordarme de tantas vainas! –expresó, y varias personas lo miraron con extrañeza. 

Con disimulo vigilaba Ignacio la entrada-salida. De improviso, posando su vista en el espejo y dándose un manotazo en el pecho, manifestó alterado, haciendo que algunos clientes se apartaran de él: ¡”Coño, no huyo más! Aquí se decidirá todo. El macho no corre, pelea, da el frente”. Acto seguido contempló la calle, bebió un sorbito de la bebida y cuando colocaba el vaso sobre la barra se observó otra vez tenso, serio, envejecido. 

Su reloj indicaba las 10:40, pero él no se dio cuenta debido a que se hallaba ensimismado, como tampoco les puso atención a dos tipos que cantaban en inglés una balada acerca de ir a buscar oro en Alaska, ni le hizo caso al lloriqueo de un borracho, ni vio a dos mujeres besándose, ni que... No, nada de eso llamaba su atención. En ese momento se veía caminando entre altos edificios de la ciudad de Nueva York. La tarde estaba grisácea. A consecuencia del frío tenía las manos entre los bolsillos. Entonces se halló con algo que no podía soportar. Claro, le dolió el alma con cuanto se encontró. Y él no era de ésos que ven y prefieren esconder la cabeza entre la calzada antes que buscarse un lío. Cierto, no era así, no fue educado de esa cobarde manera, esencialmente si la persona era anciana, a quien debemos reverenciar y proteger. Pero sucedió, y fue una lástima ya que la vida es durísima y más en aquella jungla (“New York-New York”) de la llamada ‘democracia norteamericana’, en la cual eso pasa con relativa frecuencia. Lo grande fue que aconteció, y delante de él, de Ignacio Pérez Morales, cuyos padres le inculcaron a respetar a sus mayores sin importar parentesco. Y quizá por eso no pudo aguantarse cuando tres mozalbetes, armados de navajas sevillanas, quisieron abusar de una viejecita, arrebatarle los bultos de su sustento semanal. Y volvió a ver a los tres riendo, insultándola, amenazando con cortarla si no se los entregaba. Pero él entró en acción. No pudo quedarse tranquilo como otros hicieron, pues la cobardía le remordería la conciencia. Por tanto, al vocearles que la dejaran en paz y ellos no hacerle caso, gritándoles insultos (“fokiú, man, fokiú...”), tratando de intimidarlo con sus aceradas armas, extrajo su .’32, comprado a un boricua, y sin pensarlo dos veces, acordándose de la golpiza que le dieron unos jóvenes semejantes a éstos, les disparó las seis balas sin errar ninguna, dos en cada pecho, quienes fueron cayendo lentamente, los brazos abiertos, haciendo horribles muecas de dolor, la sangre salpicando el asfalto, pidiendo ayuda (“Jermi, plís, plis...”), soltando sus navajas al suelo, oyéndose el característico sonido metálico, reluciendo de ellas luces que rebotaron por los sucios rascacielos y muriendo entre las turbias aguas del Río Hudson, quedando él con su humeante revólver en la diestra, su rostro adusto, notando que la anciana le mandó una mirada gratificadora antes de irse casi trotando con sus paquetes a cuestas. Y porque él escuchó el ulular de sirenas se fue deprisa, pasando frente a curiosos que atónitos le contemplaron, perdiéndose por entre quemados y ruinosos edificios, no lejos de Broadway.      

 --Es lo mejor que he hecho en mi vida –susurró, ingiriendo el último sorbo del recipiente, pidiendo otra y un vaso limpio, pagándola, contemplándose en el espejo, recordando que la policía le buscaba ya que de cuando en vez la televisión anunciaba en castellano e inglés, con su foto: “Este es Ignacio Pérez Morales, dominicano, de 30 años, bajetón, psicópata, homosexual, armado con pistola y ametralladora, peligroso, asesino de sangre fría, siendo sus últimas victimas tres estudiosos jovencitos de la Iglesia Metodista”.            

Bebió un largo trago. Buscó la hora: 10:55. Atisbó para la calle. Le pareció escuchar sirenas. Su tensión aumentó.

--Ya vienen –murmuró. Agarró el vaso y se bebió toda la cerveza, igual que si fuera agua, eructando fuertemente.

Sonrió porque advirtió que las alarmas policiales las oía con claridad. Estaban cerca. Aunque podía intentar escapar no lo hizo. ¿Para qué? Se hallaba cansado de esconderse, de huir. Y como quiera, tarde que temprano lo atraparían. Miró a tres carros llenos de uniformados frenando con sus característicos chirridos, igual a las películas. Se imaginó que desde ese negocio había sido chivateado, talvez el camarero ya que la mayoría de tales tipos son calieses en cualquier país.              

Entonces fue cuando él, calmado, la gente observando, extrajo su revólver y marchó con lentitud hacia la salida y entrada del negocio.

Las miradas se les fueron detrás. Se dirigía a un enfrentamiento con la muerte. Por eso, Ignacio Pérez Morales, sin agacharse, firme en el umbral de la puerta, disparó los tiros de su arma contra los policías que se hallaban agazapados detrás de sus patrulleros, recibiendo su cuerpo numerosos plomos de variados calibres que lo hicieron rodar por la calzada, desde donde pudo notar en un pequeño instante antes de expirar, que su reloj indicaba las 11:00 en punto.  .      .              

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