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Bernot Berry Martinez (Turenne)

CAP. VIX DE "UNA FLOR PARA EVANGELINA RODRIGUEZ"

                         Novela-Histórica

 

                     -XIV-

 

Por Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

  

 

    Nicho donde reposan los restos de la Dra. Rodríguez en el cementerio de Villa Providencia, SPM. Se observa que el año de su nacimiento dice 1884, pero su Fe de Bautismo, fechada 3 de Enero de 1880, indagada por el Dr. Zaglul en la parroquia de ‘San Dionisio’, en el libro No. 9, folio 126, No. 285, certifica que nació el 10 de Nov. de 1879. Es probable que ese 1884 sea en el cual su progenitor, Ramón, obligado por su madre doña Tomasina, la reconociera. 

NOTA: Comenzando el 2007, a la entrada del señalado camposanto, a su derecha, pusieron una tarja negruzca de fuerte plástico la que indica: “Aquí reposan los restos de Evangelina Rodríguez, 1884--1947, “Primera Médica Dominicana”. No colocaron qué institución la puso, tampoco cuándo fue instalada. Un tiempo después desapareció.

NOTA2: Con referencia a su fecha de nacimiento, el autor apoya lo indagado por el Dr.Zaglul,  mencionado en las páginas 21 y 22 de su excelente texto. 

 

NOTA3:  Un tiempo después, un grupito de oportunistas, encabezado por el Síndico Echavarría y otros camaleoneas de la nuestra vernácula politiquería y que ninguno fue a la puesta en circulación de la Edición en papel en el Museo de Historia, adornaron un poco el venerado nicho.   

    

___________

 

    Cierto que aconteció así, ni un vocablo salió de los labios de quienes concurrieron al entierro de tan inmensa mujer. Y lo informo para que luego no se diga lo contrario, ya que numerosos dominicanos tienen fama de oportunistas, fabuladores, ser protagonistas de piadosos hechos, que mencionen sus nombres, etc., esto lo atestigua en abundancia nuestra historia. Pues bien, en ellos se cumplió aquel refrán: “el silencio es más elocuente que la palabra”. Además, en ese instante aprecié que la tonada de la tórtola, ave que nunca logré ver, silenció su melodía. El mutismo era tremendo, aunque quebrado por el presuroso trabajo de los trabajadores cubriendo la tumba. Los calieses, enseñando las armas entre sus cinturones, fumando y bebiendo ron, se hallaban a poca distancia contemplando muy gozosos ese enterramiento para comunicarlo después a sus superiores. Fue en eso, cuando el acto ya estaba consumado y se marchaban los asistentes, incluyendo los insignificantes chivatos, que percibí una preciosa melodía entonada por un ruiseñor, debilitando la emotiva quietud. Emocionado lo busqué. Esta vez presencié ese pájaro encima de una sepultura, delante de donde los obreros entraron el ataúd y lo cubrieron. El ave era hermosísimo, grande, con larga cola blanquinegra, poseyendo en su cuello un bello collarcito de tonalidad celeste oscuro. Consideré que no era terrenal. Y de nuevo volví a sonreír, al considerar que era evidente de que fue enviado para glorificarla con sus variadísimos cánticos. Desde luego, era evidente que más nadie podía oírle ni verlo. 

“Y mientras el hermoso ruiseñor, su pecho erguido, armonizaba preciosas melodías paradisíacas con enorme solemnidad, cruzó por mi vera la apuesta doncella con la flor en su  diestra,  envolviéndome entre un tenue perfume a pinos vírgenes. Créeme, esa tierna fragancia que de ella se desprendía, intensamente inhalada por mis sentidos, me ocasionó una enorme apacibilidad. Y la vi aproximarse al sepulcro de Evangelina, y que arrodillada introdujo el tallo entre el mismo, quedando la brillantísima flor semejante a lucecita de sol fuera de la tumba, irradiándola. Un ratito estuvo la joven así, su frente baja, reflexionando hondamente. Entonces se levantó, y contemplándome con sus hermosos y brillantes grandes ojos parecidos a perlas negras, me sonrió con respeto y leve inclinación de cabeza. Absorto por ese saludo, de igual modo le respondí. En silencio la contemplé dirigirse a donde el ave continuaba entonando variados preciosos cantos. Y fue en ese momento que el pájaro dejó de modular, observando que la doncella le acariciaba su cabecita. Deduje que se conocían desde aquellos bosques divinos en que habitan los virtuosos. Discerní que algo enorme se hallaba sucediendo ante mis atónitos ojos. Sí, entonces aconteció que el tamaño de la hermosa posible ninfa disminuyó muchísimo, haciéndose pequeñita. El ruiseñor bajó hacia donde ella. Y cierto, asombrado contemplé que la doncellita subió sobre el cuello del ave. Me hizo señas de adiós con su manita izquierda, admirándome bastante. Extasiado presencié que sosteniéndose del azulino collar, el ruiseñor alzó vuelo, perdiéndose con prontitud entre el grisáceo firmamento. De veras me encontraba alborotado, gesticulando como un demente. Y por un instante voceé: “¡Oiga, oiga, regrese, regrese!”. Pero ya iba lejos. Talvez no pudo escucharme. Era necedad de mi parte. Me sentí frustrado. Es que tuve una inmensa oportunidad para indagar con ella sobre tantas cosas. Y vaya, amigo, sin embargo la dejé partir. Pero algo me estaba sucediendo. Encontrábame detenido. Una gran fuerza impedía que me moviera, sosteniéndome por el cuello de mi camisa. Cabalmente conocía que había presenciado un asunto fabuloso, realmente fantástico. Mas, esa potente energía me hizo girar sobre mis gastados tacos, quedando delante de los durísimos rostros de los funestos calieses: éstos me contemplaban enojados. Comprendí que nuevamente me contemplaba en la terrible dominante realidad. Sí, aquellos tipos me propinaron fuertes y terribles bofetadas. Lo hicieron con furiosos insultos:

“Viejo comunita, maldito maricón.“Por un momento me sentí enfurecido con aquellos abusadores. Y aunque nunca había sido un valeroso hombre, tampoco era un cobarde. Por  eso traté de indagar cuanto pasaba, buscando una explicación. Sin embargo, recibí  a cambio un fortísimo empujón que me hizo caer cerquita de la recién cerrada tumba. Comprendí enseguida que debía tranquilizarme, pues lo contrario era una acción suicida: cinco calieses contra un anciano. Y desde el suelo les indiqué que yo no era político, sino un místico, un sujeto indagador de los misterios que rodean al mundo. Y esa ilustración perpetró que se miraran sorprendidos, ocasionando que se rieran a carcajadas. ¡Qué triste es la ignorancia! Traté de seguirles aclarando mi situación. En eso ocurrió que uno de ellos, entre enojado y sonriendo de modo tosco, poniendo su sucio zapato encima de mi pecho, extrajo un largo revólver y colocando el cañón en mi mejilla, me manifestó: ”Cállese, viejo maricón o lo dejamo frito aquí mimito, al laíto de su jefa, la loca comunita.    

“A empujones, cocotazos, patadas, iban conduciéndome hacia ‘Méjico’, la Fortaleza ‘Pedro Santana’. Yo quise indicarle que por el Campo de Aviación podíamos llegar con más rapidez, pero ellos deseaban ir por la Carretera Mella, abusando más de mí. A un pulpero le llevaron un par de potes de ron, unos tabacos, un salchichón entero y varias galletas. “Apúntalo en un bloc de hielo”, le voceó uno de los agentes, marchándose riendo. Y continuaron bebiendo, comiendo, pateándome, burlándose de este ser con más de setenta años a cuestas. Y obligado por tales circunstancias, apenado, me veo obligado a escribirlo quizá como una honda manera de desahogarme: ¡Dios, qué grande es la cobardía en ciertos hombres! 

“¿Cuántas   veces   caí  al  suelo,  derrumbado   por  sus empujones  y  patadas?  No  lo  sé,  pero  fueron bastantes. Cuando íbamos por donde se encuentra el Hipódromo, me sentí extremadamente adolorido. Jadeaba. Sentí mucha sed. En ese instante me acordé del Maestro Jesús de Galilea, Palestina, crucificado atrozmente por orden de Pilatos a petición chantajista de los sacerdotes Judíos, ansiosos de que liberara a Barrabás, líder de los combatientes contra los Romanos. Sin embargo, Él obtuvo un obligado ayudante, ‘Cirineo’, a cargar su cruz. Empero, lástima de mí, aunque cruzaban personas y observaban de reojo el gran abuso que cinco fornidos ‘machos’ cometían contra un pobre viejo, todas apresuraban el paso. Es que nadie quería problema. El tirano mantenía entre un bolsillito monedero al pueblo dominicano. Cruel era el terror dominante. 

“Lo cierto fue que deseé sentarme en el suelo a descansar un momentito. Les supliqué que me lo permitieran. Me levantaron a bofetadas limpias. Casi gateando proseguí la marcha. Recibía puntapiés en las nalgas, causándoles risotadas al verme caer de bruces. Tuve que hacer un enorme esfuerzo, gimiendo, el corazón latiendo apresurado, para que no prosiguieran dándome esas fuertes patadas. Cuando llegamos a la Casa de Guardia de ‘Méjico’, me entregaron a unos militares, tres oficiales con rostros detestables. Con mentiras les explicaron la razón de llevarme allá, pues me habían atrapado llorando como un niñito a la vera de la sepultura de esa loca, la famosa comunista Evangelina Rodríguez, la de las huelgas azucareras, sospechando ellos que yo era un peligroso peje gordo de los rojos, trayéndome a la fortaleza porque poseían esa orden. Los oficiales me contemplaron con cierto interés, concediéndoles la razón, felicitándoles, aconsejándoles continuar efectuando tan excelente labor para proteger al régimen de ‘Trujillo el grande’. Enseguida, haciendo el saludo militar, se fueron del recinto militar por el Campo de Aviación, dejándome con esos sujetos que ignoraban cuanto había acontecido en el cementerio. A continuación, uno de los oficiales, quizá el de mayor rango, llamó a tres corpulentos guardias y les mandó conducirme a una casucha hedionda a pocilga. Allí, en silencio, esos hombres hicieron que me desnudara completamente, colgándome por las muñecas a uno de los diversos palos que estaban atravesados en las paredes, a distintas alturas del piso. Los guardias cumplían su inmunda tarea sin hablar una palabra. Asumí que se hallaban habituados, era asunto rutinario. Dos cubetas de aguas lanzaron sobre mi enflaquecido cuerpo. Con un látigo de tres puntas me propinaron fuetazos por la espalda, el  pecho, las piernas, por todo el cuerpo. Me mordía los labios con cada latigazo para no gritar, pero luego me fui acostumbrando. Te recuerdo que soy un místico experimentado, pudiendo dominar suficiente bien ciertos dolores físicos. 

“Luego de darme esos azotes por unos minutos --les llamaban de ablandamiento--, los oficiales me pidieron información, nombres y direcciones acerca de aquellos supuestos cómplices míos, ocultos camaradas. Igualmente, aparte de tener que responder esas preguntas, me aconsejaron que si quería salvarme de ser ahorcado cual lagarto ‘petiseco’, echado entre un hoyo ‘sin fondo’ que había en la fortaleza, debería de ofrecerles buenas revelaciones fidedignas de cuándo llegaría una supuesta invasión que dizque se encontraba preparando en Cayo Confites, Cuba. Empero, todo eso lo ignoraba. Es que soy un personaje dedicado a la contemplación meditativa, investigando la Constelación de Tauro, en la cual están las Pléyades y desde donde vienen los viajeros siderales, nuestros maestros espirituales. Sí, de veras estaba lejos de nuestra política, la que no me agrada ni un poquito ya que no creo en esos vividores. 

“Esto que te informo posee una enorme autenticidad. Yo idolatro las hermosas existencias creadas por el Gran Espíritu, guiador de nuestro Universo, esencialmente del mar, de donde posiblemente surgió la vida. Amo el firmamento, ríos y manantiales, aves y mariposas, los verdosos bosques, el precioso arco iris,... ¡Caramba, cuántas cosas quiero y admiro grandemente! Por eso les notifiqué a tales animales con ropa, mientras me realizaban variables y terribles torturas, que no sabía absolutamente nada de cuanto me  inquirían. Y se los comunicaba calmado, sin demostrar ningún nerviosismo, desquiciándolos, contrariándose bastante. Es que consideraban que debería estar llorando, pidiéndoles de favor y por sus santísimas madres, que no continuaran torturándome. Claro, parece que así lo veían con relativa frecuencia en diversas personas a quienes indagaban, disfrutándolo con sadismo. Pero yo soy un ser meditativo, un casi dominador de mi cuerpo y mente. Además, no conocía absolutamente nada de cuanto me interrogaban. Asimismo, para nada valía la pena en hacer la prueba de flaquear ante esos crueles verdugos. Lo había probado con quienes me trajeron, riéndose a carcajadas. Estos salvajes harían lo mismo. 

“Vaya, entonces aconteció que alguien me pegó una trompada tan potente, sin esperarla, que perdí ligeramente el conocimiento, aprovechándolo para que me dejaran un momentico tranquilo, absolviendo la tan necesaria energía cósmica, recuperándome un poquito. Me echaron varias cubetas de agua para reanimarme, tragando un sorbito en cada una de tan vital elemento, real fuente de vida,  fortaleciéndome lo anímico. Lentamente fui abriendo los ojos, contemplándolos. Me di cuenta que me faltaba uno de los pocos dientes que aún poseía en mi boca. Y miré a uno de los bandidos, un gordo guardia sosteniéndolo entre sus dedos, mostrándomelo con una atontada sonrisa. El oficial que ordenaba, quizá un capitán, apretándome con sus manos la garganta, me vociferó: “¿Ya tá lito pa decirno tó lo que sabe, maldito comunita, viejo ‘e mierda?” Pero yo, escupiendo sangre, tragando otra cantidad, apenas pude balbucir: “Ya le dije..., eh, le dije... que no... que no sé ná, no sé ná”. Y de nuevo me propinaron una durísima pela. Al ratito, como ya era de noche, me subieron a un banquito de madera, tal vez para que descansara de estar guindando. Dijeron que continuarían temprano en la mañana. Me afirmé que al menos podía reposar de la tirantez de las muñecas. No obstante, qué va, pronto me di cuenta que se trataba de otra forma de atormentarme, ya que el asiento se movía bastante por el desnivelado piso de tierra. Pasé la noche con gran  angustia,  temiendo que el asiento se cayera y yo continuara colgando.     

“Al otro día, después de las seis, cuando me encontraba cogiendo un sueñito, volvieron conmigo, a lo suyo, tumbándome del banquito, quedando en un constante balanceo. Caramba, joven, regresaron con sus variadas palizas, horribles castigos y preguntas que nada sabía. Cavilé que quizá moriría ahí, lanzándome en el hoyo que decían, o sepultado en un cañaveral, no muy hondo, para ser devorado por cerdos y perros, algo que acontecía con relativa frecuencia. De sólo pensarlo me causaba inmensa tristeza, más que las golpizas, ya que siempre ansié expirar en la cumbre de una elevada montaña, embelesado contemplando a las bellas Pléyades. Empero, en la tarde, con un sorpresivo golpe de ‘colín’, cortaron las sogas que me sujetaba al palo, cayendo al suelo. Con rudeza me levantaron, sacudiéndome cual muñeco de trapo. Partieron con un filoso cuchillo los pedazos que aún tenía en las muñecas, ordenándome el oficial al mando ponerme la ropa y que me largara rápido antes que se arrepintiera. Pero me advirtió, su largo índice tocando mi frente, mirando sus ojos rojizos, hediondo a ron como los demás, que siempre estarían vigilándome. Claro, con certeza se encontraban creyendo que rondándome con cierta discreción, atraparían algún importante conspirador. Mas, también intuí que cuanto deseaban era asustarme, intimidarme. Sin embargo, lo importante en ese instante era salir de tan cruel contorno. En eso cavilaba mientras con suma dificultad me colocaba la vestimenta. Ellos, cuales ruines hienas humanas, carcajearon ruidosamente por mi aspecto, continuándolo con su risa  mientras daba sinuosos pasos.       

“Mi básica, con increíble brega, casi sin ver, cansado y débil (pensé que me soltaron porque creyeron que moriría en el camino), cayendo al suelo, levantándome con alta dificultad, escuchando sus risotadas, logré salir de allí, de aquella sucursal del infierno. He pensado que fui ayudado por mis hermanos invisibles, los cuales me ofrecieron esa fuerza espiritual que anhelaba. Claro, me dirigí por el Campo de Aviación, atravesándolo, entrando con enormes sacrificios al triste pueblo cuando ya estaba oscureciendo. Algunas personas, ignorantes de cuanto me sucedió, viéndome en esas condiciones sinuosas, exclamaban: ‘¡Viejo borrachón!’

 

 “Hice una mueca por sonrisa cuando divisé mi cuartito en la barriada ‘La Aurora’. Ahí me quité la ropa,  lavando con agua y jabón de cuaba mis lesiones, untando por todo el cuerpo hojas de una ‘mata de lechosa’ que había sembrado a la vera de mi ventana. Con enorme dificultad  pelé uno de su tierno fruto, comiéndomelo crudo. Buscaba recuperar energía física. Además, lentamente ingerí agua guardada entre una tinaja, contrarrestando mi enorme deshidratación. Me sentía cual tremenda uva seca, una verdadera pasa. Vislumbré que los vecinos me avizoraban por las rendijas. Ninguno se atrevió a socorrerme. Es que ya estaban enterados de mi detención por la Seguridad del tirano, porque algunos agentes vinieron a revisar con minuciosidad el cuartucho, no encontrando nada comprometedor. Ya conocían que estuve detenido en ‘Méjico’, casi un par de días, siendo investigado por política. Fue en eso que el inmenso cansancio me venció y me quedé durmiendo hasta horas avanzadas del día siguiente. 

“Con el  paso de  las  semanas fui recuperándome. Y en poco tiempo me encontraba muy mejor de las llagas. Es que esas hojas de la lechosa son excelentes para tales clases de heridas. Prácticamente en semanas cicatrizaron, quedando las huellas de algunas que serían imborrables, igualmente las emocionales. Empero, una cosa sí me dolió muchísimo, en el alma, pues soy en extremo sensitivo. Y es que nadie ya dialogaba conmigo. Mis conocidos se alejaron. Eso me entristeció bastante. Te repito que soy muy sociable. Me agrada conversar, servir a mis análogos. Es que las leyes cósmicas así lo exigen como forma de mantener una perfecta armonía con nuestra personalidad, evitando así un desajuste en lo físico-emocional, trayendo fatales inconvenientes. Bueno, me sentía un apestado. Y es que poseía la peor ‘enfermedad’ de aquel momento: estaba ‘navajeado’ por el régimen trujillista. Y sin desearlo ni por un segundo, me había convertido en un ‘rompe grupo’ por el ‘Parque Salvador’. 

“La gente con las cuales conversaba frecuentemente ya no  podía hacerlo. Ellos  se  marchaban  tan  pronto me les aproximaba. Es más, me dejaban hasta con la mano extendida. Comprendí que estaban aplicándome la ‘Ley del Hielo’, algo muy común en esa etapa. Por tal motivo debía de sentarme solo, alejado de todos. Era un infectado político. Ellos se cuidaban de los chivatos que podían estar vigilándome o estar entre ellos. La confianza se había perdido. Por eso tomaba asiento en uno de  los bancos de hierro, debajo de un tupido almendro. Desde ahí les miraba dialogar. Entonces medité, saboreando unas exquisitas almendras caídas a mi vera, en la posibilidad de hallarme pasando por esa penitencia por algo ignorado. Hasta llegué a cavilar que algunos soplones podrían encontrarse cerca, acechándome, tal vez viendo deleitados el apasionado daño que le causaban a una persona ultra sensible, quien no llegó a doblegase ante sus horribles golpizas. Claro, es que quizás esos bandidos nunca habían tenido entre sus garras a ningún hombre con mi alto temple. Eso les molestaba una enormidad, sintiéndose frustrados porque no me había doblegado a sus caprichos, obligándome a decir nombres de personas que nada sabían de cuanto me preguntaban, algo que usualmente estaba aconteciendo. ¿Y por cuál consecuencia lograrían estar así? Muy fácil: eran tipos sin conciencias, insensibles, realmente insaciables, peores que los felinos que cazan para comer, saciar su hambre. Sí, aunque era buen zapatero remendón, nadie del barrio me llevaba algún trabajito. 

“Aunque me encanta el vegetarianismo a causa de mis ideas místicas, a veces se me hacía un verdadero tormento oliendo la sabrosura que constantemente cocinaba una vecina cercana: papas con carne guisada. Y como no tenía dinero para comprar los alimentos para mi sustento, me largaba al indicado parque, y sin darme vergüenza, la gente mirándome, algunas riendo bajito y señalándome, recogía las rojizas hojas de los almendros y sus desprendidos frutos maduros, y cargando con todo me marchaba hacia mi cuartico. Allí ponía a hervir las hojas un rato, haciéndolo en una olla sobre tres piedras y encendidos palitos, ingiriéndolas con un poquito de sal. Los frutos me los comía, partiendo con cuidado sus semillas con un martillito, consumiendo sus nutritivos granos. Asimismo buscaba verdolaga por diversos lugares, engulléndolas crudas después de lavarlas muy bien. De esa forma fueron pasando los días y semanas. Reconocía que todo era muy duro para mi existencia. Sacaba energía de la profunda resistencia que llevamos dentro, escondida en nuestra intimidad. Y hasta llegué a reflexionar que cuanto me estaba ocurriendo era una manera de prueba, una más de las numerosas que los Maestros ofrecen con la finalidad de templarnos. Tal deliberación me daba valor y esperanza. Por eso me pregunté sobre los cuantiosos que le había acontecido a nuestra inmensa Evangelina Rodríguez. Considero que son pocos cuantos fueron como ella, muy practicadora del bien, amante del país y la Humanidad, tan intensamente vapuleada. Cierto fue, durante largo tiempo, unos 68 años, la humillaron, calumniaron, torturaron, etcétera. Esos malditos no respetaron ni su vejez. Y para colmo, la gente dizque ‘decente’ de este pueblo se empeñó en volverla loca, expulsándola de aquí, apedreándola para que se largara. Solamente la dejaban tranquila cuando se adentraba en los montes cercanos. Bueno, una buena parte de cuanto le hicieron lo conocía bien. Y me interrogo por eso: ¿Debió pasar esas terribles lamentaciones para alcanzar al Superior Mundo Espiritual? Entonces, concluyo, es muy probable que hasta el propio Jesús, el Crucificado, debió llorar desconsolado al contemplar las innumerables injusticias cometidas en contra de tan noble fémina. Y delibero, haciéndolo con suficiente evidencia, que el Cosmos pudo abrirse en toda su gloria y esplendor, con profunda música celestial, al recibir el alma de Evangelina Rodríguez. 

“Podrías pensar que estoy muy lastimado por cuanto he pasado. Pero, ¿te has dedicado a meditar en la enorme desproporción entre el sufrimiento del Galileo y las penas acontecidas por la Dra. Rodríguez durante los años que  vivió?  

¡Vaya, son abismales!”                                 

                              

                     

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