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Bernot Berry Martinez (Turenne)

CAP.XI DE UNA FLOR PARA EVANGELINA RODRIGUEZ

           

                        Novela-Histórica

 

 

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                  CAP. XI

 

 

Por Bernot Berry Martínez  (bloguero)

 

   Los místicos aseguran que la vida es una complicada ecuación, incomprensible para la mayoría de los humanos. Aseveran que cuanto existe se halla regido por una Ley llamada ‘Causas y Efectos’, y que nada sucede sin un propósito. Y aunque eso es algo difícil de entender, unos profanos en esos asuntos, la realidad fue que en aquel instante se oscureció todo el contorno, y sin estar lloviendo, cayeron sobre la colina del extraño plantío varios potentes chispazos, originando un intenso incendio que desde lejos lo vieron moradores del valle, quienes se persignaron tres veces, observando cuanto acontecía sobre esa cumbre, considerándolo realmente espantoso. Es que fueron testigos de algo muy impetuoso, especialmente las cruces ardiendo en la oscuridad durante un buen rato. 

Cuanto allí había, como el almendro rojizo, la vivienda, el conuco con su inagotable cosecha, las blancas cruces, totalmente se quemó. En ese cerro nada utilizable quedó. Sobre el mismo, quizá como un recuerdo a la intimidad, solamente un gran pedazo negruzco permaneció por un tiempo, diluyéndose lentamente con su transcurrir. Ese sitio, durante años, afirmado por viejos lugareños de esa zona, más nunca nada volvió a crecer, ni siquiera la hierba conocida  por ‘coquillo’.                                   

Entretanto, más allá de la colina, próximo a unos 700 metros, mientras el insaciable latifundista trataba con otros jornaleros de arrear hacia el enorme corral a varias asustadas reses por las fuertes tronadas, una fortísima y relampagueante chispa le cayó encima, carbonizándolo completamente. El cuerpo quedó humeando. Los peones, presenciando a tan macabra imagen, se horrorizaron, asustándose muchísimo, y casi histéricos se dispersaron a todo correr por distintas direcciones, no retornando jamás al latifundio. Algunos se fueron lejos, a Macorís y El Soco. El ganado quedó a su antojo, pateando el negruzco cadáver, destrozándolo. Bastantes de esos excelentes animales se perdieron, no volviendo jamás a ser hallados, ya que varios hambrientos campesinos los devoraron, salaron con prontitud una buena cantidad de la carne, escondiéndola, dándoles las entrañas a  perros y cerdos. Los huesos los sepultaron hondamente, sembrando encima plantas de verdolaga y menta.  

Determinadas partes del cuerpo del hacendado fueron devoradas por aves carroñeras. Entre lo poco que encontraron los familiares y amistades, armados de escopetas, lejos del incidente, fue su cráneo. Estaba irreconocible. Hasta los ojos les faltaban. Algunos de sus huesos, despedazados, se notaban ennegrecidos. Cuanto lograron conseguir del cadáver los echaron entre un saco de cabuya, partiendo hacia el pobladito más cercano. Esos restos fueron puestos entre el mejor féretro que lograron obtener, traído deprisa sobre una carreta desde otro pueblo más grande. Un médico amigo de la familia los fue colocando lo mejor que pudo, poniendo en el lugar correspondiente a la horripilante cabeza. Y cerraron el ataúd con la estricta orden de que no se lo abrieran a nadie. Ni siquiera se lo permitieron a los barbudos curas con hábitos marrones, quienes muy presurosos llegaron desde variados lugares, deseando cada cual echar entre el sarcófago, ‘para que su alma descansara en paz’, su respectiva ‘agua bendita’ que trajeron entre una botellita exótica de diversos colores. Tales sacerdotes vinieron deprisa porque los parientes del extinto deseaban un culto religioso muy superior, más que de  primera, sin importar el costo.                

Casi toda la noche dobló muy lúgubre la solitaria y antigua campana de la parroquia pueblerina. A la mañana siguiente le hicieron una ceremonia religiosa por horas. Hablando en latín, los curas se turnaron para expresar nebulosas palabras a sudorosos presentes que con seguridad no entendían absolutamente nada. Un gentío apretujaba la diminuta vieja capilla. Varios jóvenes que acompañaban a otros que eran amigos de la familia enlutada, tuvieron la impresión de que el diminuto templo podía romperse por los cuatro costados, y con disimulo salieron a conocer el pobladito, bebiendo ron de un recipiente metálico, saludando a muchachas que tenían flores en sus cabellos. Empero, los sacerdotes se vieron en la obligación de limitar el rito, restringirlo, porque la esposa del Gobernador Provincial se desmayó a causa del intenso calor. Y cargada por unos hombres como añeja muñeca, la sacaron del recinto, colocándola debajo de un frondoso naranjo. Algunas de sus íntimas, aprovechando tan buena oportunidad, se quedaron a su lado, echándole fresco con grandes sombreros.  

Durante el despacioso recorrido de aquel entierro, desde la parroquia al pequeño cementerio, la campana tocó lentamente, oyéndose claramente por el inmenso silencio que envolvía el contorno. El pesado sarcófago llevaba encima excesivas coronas de flores, cayendo algunas sobre los escuálidos bomberos que lo cargaban en sus hombros. Delante marchaba un cúmulo de monaguillos, portando plateadas crucecitas. Detrás iban los curas lanzando hacia los lados abundante humo de un óptimo incienso, llenando las viviendas con su peculiar aroma. Una grandiosa multitud, con edades disímiles, bastante apretujada, anhelando la mayoría ser observados por autoridades y familiares del difunto, iba acompañándolo hasta donde sería sepultado. Y cuando llegaron allí, otra vez los religiosos se alternaron para despedirlo. Esos clérigos pronunciaron expresiones que tal vez ni ellos mismos entendieron, echando por diferentes partes su ‘agua bendita’, efectuando de manera constante la señal de la cruz. Todos esos curas ojeaban de reojo al Gobernador Provincial, un apreciado hombre de Trujillo, asimismo a los parientes del extinto.

Los concurrentes se hallaban empapados de sudor, ya que el entierro se perpetró bajo un ardiente sol, sin brisa, con un firmamento de azul profundo. Cuando el ataúd estuvo bien sepultado, sin que se viera ninguna flor y todos comenzaban a partir, fue que extrañamente un pájaro de tonalidad oscura, parecido a un “chinchilín”, grazneando con firmeza, volando encima de esa sepultura, soltó un bultico de color pardo que casualmente cayó en la reciente cubierta tumba. Varios jóvenes corrieron a examinarlo, el médico entre éstos. Y ese galeno, contemplándolo con interés en sus manos, reparó sorprendido que cuanto el ave había dejado caer era nada menos el revestimiento que cubre el corazón humano. Y así lo informó, alarmando a quienes oyeron. De inmediato se rumoró que esa ‘cosa’ pertenecía al terrateniente, y de que el pájaro había devorado lo que guardaba. Discutieron los familiares y cercanas amistades si pertenecía o no al exhumado. Y como no llegaron a ninguna conclusión, un hijo del extinto lo guardó entre una botellita llena de alcohol. Pero, apoyado con inmensa complacencia por las autoridades, los parientes del muerto dispusieron eliminar a escopetazos a esas aves que les agradaba devorar corazones humanos.   

 En la venidera mañana y porque el día estaba precioso, con el sol afuera, los primos salieron temprano a continuar llevándose las viandas del extraño huerto. Se encontraban algo resacados, especialmente el chofer, por las bebidas del lluvioso día anterior, pero deseaban aprovechar el tiempo, partiendo temprano hacia allá. Mientras el camioncito fue acercándose a la colina, ellos se iban sorprendiendo por cuanto advirtieron alejados, en esencial ese delgado humo que zigzagueante se elevaba hacia la atmósfera. Por eso, al aproximarse lo suficiente para subirla en reversa igual que en ocasiones anteriores, pararon el vehículo y desmontándose deprisa trotaron hacia arriba. La  fueron subiendo con prontitud, ansiando verificar lo que había pasado. Ambos exclamaban frases incoherentes.

 El hombre de la loma llegó mucho más rápido que su primo, conmoviéndose de manera exagerada por cuanto encontró. Un horrible grito de dolor pronunció, sus manos alzadas, advirtiéndose que sus ojos estaban llenos de lágrimas, notando que ni las tumbas las pudo advertir. Entonces llegó su pariente, entristeciéndose bastante por cuanto vio, aproximándose donde su adolorido familiar, confundiéndose en un gran abrazo de dolor. Más luego se pusieron a contemplar conmovidos que todo allí se hallaba destruido, con olor a quemado. La cumbre se encontraba vacía, no tenía nada. Todo se había esfumado. No pudieron imaginarse ni dónde podían estar las sepulturas Era como si una fuerza enérgica revolvió la cima entera, haciéndola irreconocible. Los allegados estaban muy sobrecogidos, esencialmente el sujeto que vivió allí. 

Unos conocidos moradores se acercaron y les contaron cuanto habían presenciado. Esos labradores pudieron apreciar que el hombre de la loma estaba cambiado, no era el de antes, lo percibieron vigoroso y con carácter imperioso. Le vieron buscando los sepulcros con cierta desesperación. Todos le ayudaron en esa búsqueda, pero no pudieron encontrarlos. Y decidieron fabricar una cruz grande, con dos pedazos del chamuscado almendro. Y sin ponerle ningún nombre, la colocaron firme encima de la cumbre. Ese símbolo le daba a esa colina una lúgubre impresión. Con cierta pena el de la loma se despidió de esos aldeanos, pidiéndoles que se la cuidaran pues la misma representaba cuanto había amado grandemente en ese hermoso vallecito. Y esos lugareños, complacientes, se lo prometieron, haciéndolo así durante unos meses, hasta que el viento de una tormenta se la llevó lejos, por los aires, no atreviéndose a poner otra substituta a consecuencia de que los hijos del fallecido hacendado, tan perversos como su padre, les dijeron que por respeto a la religión, esa negra y fea cruz la dejaban ahí, pero que cuando se derrumbara por cualquier motivo, ya no les permitirían colocar otra en su lugar, tampoco por su cercanía. Y de esta forma esa colina fue vista por los pobladores del valle con respeto y superstición, quedando sin la señal de que entre la misma había diversas tumbas. Es por eso que comenzaron a llamarla “la loma de los muertos”. Y aunque lo sucedido al latifundista no se hallaba lejos, varias personas de por ahí lo desconocían, sucediendo que cuando los primos se iban despidiendo de los aldeanos, alguien llegó a caballo con esa noticia, diciéndoles que “un rayo lo achicharró como a un puerco”, y que ya estaba sepultado en el pueblito tal. Y los parientes, escuchando tan agradable suceso, se contenplaron sonrientes, abrazándose con gran alegría. Los demás pobladores efectuaron algo similar, celebrando la trágica muerte de ese individuo, sumamente aborrecido por los habitantes de aquella zona. 

Seguidamente, como por inexplicable encantamiento, ese ambiente se volvió en algo fabuloso, envolviendo a  los presentes en una coloración rosada. Numerosas aves, entre los que se hallaban los prestigiosos ruiseñores entonando su victorioso epinicio, volaban por diversas partes. Y esas personas, cohibidas, testigos de cuanto presenciaban sin comprenderlo, disfrutaron de un formidable instante de complacencia. Se maravillaron del inmenso cambio experimentado por la Naturaleza, algo que jamás habían observado. Momentos después fue retornando con lentitud el estado natural, al cual se encontraban acostumbrados. Poseían los rostros excesivamente alborozados. Nadie dijo una palabra de cuanto contemplaron. Realmente no lo entendieron. Y jamás lo harían en tanto existiesen. 

Dicen que un hechicero que vivía solo en una casucha entre un montecito, un real misántropo, les explicó a varios moradores que le rogaron salir para que les revelara cuanto contemplaron. A dura pena salió. Les escuchó con atención, sin perder ningún detalle. Y en un minuto les dijo que estuvieron un instante de fascinación ambiental, que lo sucedido era un regalo del medio-ambiente a sus emotividades, logrando estar un ratico en otra preciosa dimensión. De inmediato entró a su casucha, cerrando la puerta, dejándolos boquiabiertos, alejándose de la presencia humana. Y los labriegos, sin entender lo escuchado, se marcharon muy preocupados. De veras temían que algo lamentable les aconteciera. Por eso se encerraron en sus respectivas viviendas, durando días dentro de ellas, temerosos, antes de atreverse a salir. 

Con anterioridad los parientes se alejaron de aquellos aldeanos con apretones de manos y emotivos abrazos, marchándose con lentitud en el vacío camioncito. Iban silenciosos, aún conmovidos por cuanto presenciaron sin comentar su posible causa. Los dos se encontraban entre la felicidad y la congoja. Por una parte se hallaban contentos por la trágica muerte del hacendado, pero también tristes por lo acontecido en la colina. Cierto, por varios kilómetros ambos no dialogaron. En ese lapso se lo pasaron ensimismados en hondas cavilaciones sinuosas. Entonces fue cuando el hombre de la loma, a lo lejos, advirtió a una persona que le pareció conocida. Y se puso a contemplarla con atención, deseando verificar si se trataba de quien pensaba. Y en tanto la máquina se le iba aproximando, él pudo divisarla mejor. En eso sintió una fuerte impresión porque en efecto era la parienta lejana de su mujer, la bondadosa doctora que de cuando en vez les visitaba en el bohío, examinándoles a todos, incluso a él, dejándoles diferentes remedios para que los usaran, esencialmente los ‘mata parásitos’. Sí, de modo perfecto distinguió a la Dra. Evangelina Rodríguez. La notó desolada, delgada. Estaba sentada tranquilamente encima de una enorme piedra. Claro que era ella, la salvajemente violada por aquellos cobardes guardias que asesinaron a sus muchachitos porque los vieron, recordando que jugaba con ellos por las noches bajando y subiendo la colina, sembrando juntos algo en el conuquito bajo la bella luz de una Luna llena, y por cuyos crímenes también  se enfermó y pereció su amada e inolvidable mujer.   

--¡Diantre, cuánta falta me hacen!  --murmuró, y el camionero le interrogó acerca de lo que había susurrado, pero rápidamente le habló sobre otro asunto, volviendo de nuevo a contemplar a Evangelina. 

En ese instante la lenta marcha del vehículo cruzaba por donde se encontraba sentada. El hombre le observó en sus cabellos unas cuantas flores silvestres de variados tonos, asimismo que estaba vestida con telas de sacos de pita o henequén, un tejido que pica una barbaridad. Apenado, meneó su cabeza. Memorizó que los católicos empleaban ese tipo de lienzo para cumplir alguna grave penitencia. Pensó que talvez ella lo usaba debido a que no poseía otro, vistiéndose con ese atuendo para mirar a la poca gente que por allí cruzaba en variados transportes: máquinas, carretones, caballos, etc. Claro, él ansió tener algo para obsequiarle, ropa y comida, pero nada llevaba, igualmente su pariente. Entonces se prometió que las compraría y volvería para dárselas. Sí, era lo poco que podía hacer. Y tendría que efectuarlo sin que nadie le viera pues era peligroso, ella estaba bien ‘navajeada’ con el gobierno. Algunas personas le tenían un miedo tremendo, semejante al demonio. Es que de inmediato se lo informaban a los calieses si notaban que alguien la socorría, incluso  hasta con un pan viejo. Era un bárbaro castigo del régimen trujillista, algo completamente inhumano, el cual no lo entendía. Empero, consideró que debía ayudarla, era un deber suyo, su mujer y sus hijitos se lo agradecerían del más allá. Y se dijo que le compraría ropa decente para que se la pusiera. Recordó que ella era una fémina excelente, una buenísima médica que a tantas gentes de su región había atendido, curado, parteando a numerosas embarazadas, incluso a esos malditos que quebrantaron su integridad. Sí, no debería olvidar ni un momentito sus buenas atenciones con todos, incluyendo igualmente que era parienta de su imborrable concubina. Mas, eso sí, esa posible ayuda él no la comentaría con nadie, ni siquiera con su primo, era problemático. Y no tanto por éste, era un infeliz con excelentes sentimientos. Era por su mujer, vaya, con seguridad podría averiguarlo. Siempre está vigilando igual a un hurón. ¡Caramba, cuánto ron traga! Y  grita como una diabla cuando lo hace con el  primo. Hum, ¿sabrá lo del dinero que tenemos guardado en la casa, eh? No, creo que todavía no lo sabe. Mi pariente no es tan estúpido no. Si fuera un chisme o algo así, seguramente se lo podría contar para que riera la gordita esa, pero era cosa de cuarto, dinero, eh, con eso él no es tan pendejo no...         

El hombre de la loma se hallaba viendo para atrás, hacia donde seguía la Dra. Rodríguez, sorprendiéndose cuando vio salir a un joven militar de entre los matorrales. Observó que aquél se quedó contemplando al camión alejándose. Seguidamente le pareció que ese sujeto se ocultó hasta que ellos cruzaran. Intuyó conocerlo. Y mirándole con más atención, hombre de perfecta visión, se afirmó que ese guardia se parecía a uno de su región. Entonces su corazón le dio un brinco. Sí, podía ser uno de los violadores de Evangelina y de los asesinos de sus hijitos, también culpables del fallecimiento de su concubina. De inmediato se llenó de ira. Y con rabia le exigió a su pariente detener la máquina. Éste, sin sorprenderse, creyendo que iría a orinar, fue parando el vehículo. Pero sin darle explicación, el camión aún en marcha, el hombre se lanzó a tierra, dando unas volteretas por el suelo, levantándose de un brinco. Corriendo se introdujo en el monte. De este modo, quizá pensó que así oculto y haciendo un rodeo, el soldado no le percataría como con certeza lo haría por el camino real.    

El conductor, detenida ya la máquina, salió a la vía, quedándose contemplando a su allegado. Apenas pudo ojear su rápida silueta perdiéndose entre las matas de la floresta. Realmente no comprendía lo que su primo estaba efectuando. En eso reparó en un guardia uniformado de caqui, tirando del brazo de la anciana que había visto de reojo sentada sobre esa gran piedra a  la  vera  del camino, una pobre loca de la cual se afirmaba que era enemiga del ‘Jefe’, encontrándose bien ‘fichada’. Empero, él ignoraba de quién se trataba. El conductor notó que la vieja trataba de zafarse de la mano del militar, pues tal vez no deseaba acompañarle, deseando permanecer en su asiento. El camionero caviló que con certeza aquel soldado trataba de llevársela hacia las altas hierbas con fines de hacerle allí el amor. Y el chofer rió por eso, ejecutándolo con mayor ímpetu cuando lo distinguió ponerse desesperado, ya que la cargó y trató de conducirla hacia los matorrales, mientras reparaba que ella pataleaba, dándole con sus manos golpecitos en la cabeza del ardoroso joven, tumbándole el gorrito. Lo anterior lo pudo ver bien, sin mucha dificultad.  

Fue  en ese momento, delante del militar, con la anciana en  sus  brazos, que se  apareció el  hombre de la  loma. Tenía  en su diestra un  férreo  callao  alargado, negruzco. Amenazante desafió al guardia, expresándole: “¡Oye, oye,  maldito criminal, suelta la doctora, suéltala ya!”

Por breves segundos el soldado quedó sorprendido. La anciana contemplaba al recién aparecido con muchísima atención. El guardia le atisbó de pies a cabeza, echando un vistazo al durísimo guijarro que poseía en la diestra en tanto mantenía cargada, suspendida en el aire, a la pobre e indefensa Dra. Rodríguez.

--¡Coño, que la suelte ya, carajo! --le volvió a manifestar con mayor violencia, la pardusca piedra levantada, dispuesto a pegársela en pleno rostro. Los separaban  unos metros. 

El soldado sonrió. Conocía al sujeto desde su infancia, aunque lo percibió más vigoroso y con mayor disposición. Recordó que siempre se había comentado que era un enorme cobarde. Por eso, igual que un fardo sin valor, lanzó a un lado a la anciana, cayendo ésta encima de un matojo, partiendo ella deprisa de ahí. El guardia le dijo al hombre: “Ah, tú ere el jipato ese, el pai de lo carajito chimosito que se ahogaron, ¿verdá, eh?”. Y el hombre, enojado, le respondió: “No, que se ahogaron no, utede lo asesinaron, maldito”. Enseguida, ocultando el militar su irónica sonrisa, extrajo de su camisa un estuche o ‘baqueta’ con una larga bayoneta, sacándola, brillando el durísimo acero hasta los ojos del asombrado camionero. 

En ese instante el chofer se encontraba poseído por la firme decisión de marcharse pronto del sitio, evitando un formidable lío con un soldado del trujillato. No obstante, pensó que si lo hacía estaría abandonando a su primo, lo cual sería una terrible irresponsabilidad de su parte, algo que nunca podría olvidar, mucho menos perdonarse. Además, quedándose y ayudándole, conocería  la razón de haberse lanzado presuroso del vehículo para enfrentar a ese militar, un joven ansioso por tener sexo con la vieja demente. Entonces se fue aproximando lentamente hacia donde se hallaban, ya casi enfrentados, insultándose, moviendo ambos los brazos, sosteniendo con firmeza sus respectivas armas: el guardia con su poderosa bayoneta en su mano derecha y el estuche o ‘baqueta’ en la izquierda, el hombre de la loma, agachado, el férreo callao en su diestra.  

El conductor, a varios metros de ambos, sintiendo que una fuerza extraña lo detenía, les miró combatir. Los dos eran rápidos. El soldado era mucho más joven y poseía su temible bayoneta. Empero, su pariente se movía como un felino, haciéndole fallar cada vez que intentaba clavársela, echándose ágilmente hacia un lado, toreándolo, cayendo el guardia  sobre el terreno. Advertía al militar levantarse indignado, arremetiendo con furia contra ese entrometido, enojado quizá porque vino a espantarle a la maniática con quien de vez en cuando sostenía obligadas relaciones sexuales entre el monte.

    Cierto, el inmóvil camionero escuchaba al soldado gritar: “¡Guárdame eto ahí, maldito jipato!” Y otra vez  notaba que le sucedía lo anterior, desplomándose encima de hierbas o de matitas espinosas, enojándose más. Observó que su primo iba penetrando en el paraje, alejándose del camino real. Entonces descubrió que ya él no estaba raramente detenido, que poseía movimientos. Y por eso los fue siguiendo, intentando sostenerlo por detrás para que su primo le propinara un durísimo golpe en la cabeza, en la misma sien. Admiró la enorme destreza demostrada por su familiar. Contempló al soldado que se iba fatigando, muy sudoroso, eminentemente enfurecido. Le escuchó exclamar expresiones bestiales contra su contrincante, asimismo términos muy vulgares contra la señora, a la que no veía por parte. Empero, la Dra. Rodríguez no estaba lejos, proseguía el pleito con satisfacción, ojeando desde unos pequeños arbustos, sonriendo mucho cuando el soldado se desplomaba.         

El guardia estaba sumamente encolerizado. De igual modo el cansancio lo iba poniendo lento, notándose jadeante. Eso era en extremo peligroso. Y aconteció que al desmoronarse encima de unas matitas, tratando con cierta dificultad de levantarse, el hombre de la loma aprovechó para propinarle un fortísimo golpe por encima de la oreja. El soldado gritó“¡Ay mai, ay mai!” Sin embargo, su contrincante continuó golpeándolo sucesivamente. Rabioso le voceaba: “Ete por mi pai, maldito; ete por María; ete por Robertico; ete por Manuelito”... El cráneo se lo destrozó. La sangre salpicaba el rostro del vencedor, también las hojas y tallos cercanos. En eso llegó el camionero junto a su pariente, sujetándole con bríos la mano con la cual magullaba la cabeza del guardia con el duro guijarro ensangrentado, no tolerando que continuara haciéndolo. Desde su escondite “Lilina” se encontraba contentísima, disfrutando grandemente de cuanto presenció, partiendo de inmediato carcajeando.                                    

--¡Ya tá muerto, tá frito, muertecito tá, tranquilízate, tranquilízate! --le susurró el chofer varias veces casi al oído, calmándolo con golpecitos en los hombros, logrando que su primo dejara caer el guijarro tinto en sangre.          

El hombre de la loma se hallaba un poquito sofocado. Sus ojos se notaban bastante rojizos. El conductor le cogió una inmensa admiración, esto a consecuencia de cuanto había visto. No comprendía de dónde su pariente, siempre tranquilo y evitando problemas, poseía esa intuición guerrera. Porque eso de batirse a muerte con un soldado joven, con larga bayoneta, entrenado, solamente con un callao, ridiculizándolo, matándolo, era algo grandioso de verdad. Y lo admirable era que lo hizo solo, sin su ayuda. Por tanto, volvió a interrogarse de dónde había obtenido esa preparación para enfrentarlo y eliminarlo. Era algo raro que no podía entender, sucediendo lo  mismo cuando trabajaban: su pariente no se cansaba, y él, algo más joven, debía detenerse a recuperar aliento. Cuando el hombre se aquietó, de forma profunda se contemplaron, como interrogándose: Bueno, ¿y ahora qué hacemos, eh?  


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