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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'EL LUGAR DE LA CITA'

           

NOTA: Complaciendo varias peticiones he puesto esta relato perteneciente a mi libro "Anécdotas Macorisanas y"... 

 

Por: Bernot Berry Martínez (bloguero).

 

Hay hechos que escapan a nuestro raciocinio, fenómenos paranormales a los cuales uno no les haya una lógica explicación.

Cierto, conozco diversas de esas raras manifestaciones pero narraré una que le aconteció a un conocido mío. Me contó el amigo, a quien llamaré Carlos, que el asunto comenzó hace tiempo, cuando él tenía poco más de 20 años y perdidamente se enamoró de una joven de 17, estudiante de un colegio católico. Su principal problema consistía en que pertenecían a clases sociales diferentes y no podía acercarse a ella fácilmente para tratar de ganar su amor. Además, él era algo introvertido, lo cual contribuía en aumentarle su dificultad amorosa.

Carlos, impotente, temiendo ser rechazado con fuertes epítetos como en otras ocasiones, veía pasar a su idolatrada cuando salía en las tardes de la escuela, regularmente protegida por familiares y amistades. Y la perseguía con su mirada hasta perderse lejos, absorbida entre el rojizo y bello crepúsculo veraniego de aquellos tiempos. Pero otras veces no se quedaba solamente mirándola, sino que seguía al grupito desde prudente distancia, soportando con estoicismo las risitas y señalamientos de las estudiantes cuando advertían su presencia.

La madre de su gran amor le llamó la atención duramente, afirmándole que se pusiera en su puesto y procurara muchachas de su clase. Sin embargo, él era perseverante, esto lo había aprendido de su progenitor-- un esotérico incomprendido--, enseñándole a no renunciar con prontitud a cualquier ideal, continuando combatiendo con firmeza, sin desesperarse, pues al final podía llegar a contemplar el sin igual arco iris, al cual sólo tienen derecho a otear los virtuosos guerreros protegidos de los dioses.

En cierta oportunidad, mientras aguardaba verla cruzar con sus protegidos por el otro lado de la vía, se apareció el padre de su venerada con un bate de béisbol sobre el hombro. Venía caminando en la misma calzada en que él se hallaba parado, junto a la pared de una vieja casa. El ambiente estaba muy tenso: fue un momento de salir huyendo o quedarse sin importar consecuencia. Mas, el joven era sereno, izquierdista, bien entrenado, participante en la Guerra de Abril de 1965, andando regularmente con una oculta pistola ‘32 entre su cinturón cubierta con la camisa que siempre usaba por fuera, teniéndola ‘sobada’ con el seguro puesto (esta narración sucedió durante los horribles doce años del balaguerato, régimen que asesinó a miles de jóvenes de la izquierda revolucionaria). Y él optó por quedarse en el mismo lugar. Le quitó discretamente el seguro al arma, colocando su diestra cerquita de la culata, casi tocándola. Así esperó al individuo, un arrogante tipo cuyo padre fue un insignificante calié trujillista, robador de terrenos, cuatrero, verdadero azote de un cercano ingenio azucarero. No obstante, el sujeto pasó a su vera sin contemplarle, no efectuando ningún movimiento de agresión… Carlos lo percibió nervioso, asustado. Además, notó que apuraba su andar, manteniendo el bate encima del hombro. El joven, sin quitarle la vista, intuyó que el individuo estaba ansioso por alejarse de allí.

Ahora bien, ¿quiso ese hombre asustarlo para que saliera corriendo y ellos se rieran después, haciendo sus comentarios entre sus amigotes? ¿Acaso fue una idea de la madre con ese propósito? Eso sólo lo conocerán ambos. Cuanto sí era cierto es que esa tarde el destino o lo que sea evitó una horrible tragedia en Macorís, en el mismo centro del pueblo, ya que con seguridad el joven le hubiera dado varios certeros balazos en pleno pecho, si trataba de hacer cualquier intento de agresión.

Empero, Carlos gozaba con su tristeza cuando ella pasaba por el otro lado --siempre escoltada como si fuera una princesa de la engreída monarquía española--, pues experimentaba que la chica le observaba con afectos, dulcemente, lo que le daba cierta animosidad para continuar con su silente y conocido enamoramiento.

Fue en un sabatino atardecer que sorpresivamente él se encontró con una primita de su idolatrada, quien estaba enterada de todo y se llevaban bien. Con frecuencia andaban juntas. Y Carlos, aprovechando la casualidad que se le presentó (“el destino me la puso ahí”, me afirmó), armado con ese valor espartano que posee todo enamorado, se le acercó y le manifestó: “Eh, perdóneme, pero hágame el gran favor de decirle a Luisita que ansío hablarle rápido o me volveré loco. Dígale que es mañana domingo, a las siete en punto, en la Duarte con Domínguez Charro, y que por favor no deje de ir”.

La jovencita, algo sorprendida, sin hablarle nada, movió su cabeza de manera afirmativa, como diciéndole que sí, que se lo informaría. Y Carlos, contentísimo, la muchacha contemplándole asombrada, dio un salto y riendo se fue trotando por la calle Sánchez, la gente observándole cual demente. Llegó a detenerse cuando llegó al Malecón, sentándose allí sonreído, su corazón latiéndole deprisa, complacido por la hazaña efectuada, esperanzado en que ella acudiría a la cita, era un motivo especial para los dos, lo sentía en lo más hondo de su ser.

En esa ocasión no pudo dormir. Las horas fueron pasando lentamente, levantándose del lecho varias veces. Creyó escuchar el enorme sonido (TIC-TAC, TIC-TAC) del reloj del mundo. “Fue la noche más larga de mi vida, pensé que jamás amanecería”, me indicó esa tarde en la cual por pura casualidad nos encontramos frente al río, junto a la muralla en la que yo admiraba la preciosidad de un crepúsculo y de cuando en vez el lanzamiento de una atarraya por un hombre sin camisa, descalzo, de tez cobriza, encaramado encima de una solitaria roca).

Sí, fue en aquel muro gris que conocí la interesante historia que cuento aquí. Me dijo que por fin sonó la sirena de los Bomberos anunciando las seis de la mañana, y que ahí mismo restó el tiempo faltante para la cita: 13 horas exactas. Lo consideró un lapso larguísimo para el grandioso encuentro entre él y Luisa, la amadísima joven de hermosos ojos negros, sonrisa sin igual y lindísimos carnosos labios. Me señaló que se encontraba tan emocionado meditando en eso, que lanzó un alegre fortísimo chillido que hizo corretear a sus familiares hacia su dormitorio, debiendo decirles una mentirita acerca de una supuesta pesadilla que tuvo.

Carlos me narró que fue contando hasta los minutos para el gran momento. Habló solo. Su madre le contempló preocupada, preguntándole si le sucedía algo. Los hermanos se rieron: sabían que estaba obsesionado por una joven que no le hacía caso. Prácticamente no desayunó ni almorzó, tampoco casi cenó. Con frecuencia su vista estaba en el reloj de pared, asimismo en el suyo. Dos veces se bañó y afeitó, y tres veces fueron las que cambió de parecer sobre la vestimenta que llevaría.

Y por fin la sirena aulló, avisando las seis de la tarde de aquel domingo veraniego, precioso, aún azuloso, especial para tan apreciable encuentro. Y Carlos terminó de prepararse para partir. Entonces, nervioso por el tiempo que ahora pasaba con prontitud, se puso en la camisa, el cuello, las orejas y el velludo pecho, un líquido de ciertas flores introducidas entre un perfume barato, comprado a una hechicera la cual le aseguró que no existía fémina que pudiera resistir a un enamorado si éste lo llevaba puesto, cayendo inmediatamente bajo su hechizo. No obstante, él no creía en eso, se lo puso porque se lo recomendaron unos jóvenes mujeriegos. Entonces se lo quitó con jabón, poniéndose otra camisa, pues consideró que si Luisita lo amaba no debía de hacerle trampas, eso no iba con sus principios.

Regocijado, apenas oyendo a su madre de que tuviera cuidado en la calle pues la cosa está peligrosa (incluso se le olvidó la pistola), sin cavilar ni un instante en la posibilidad de que la joven no acudiría a su invitación por razón ignorada, salió con pasos firmes hacia el lugar escogido para el grandioso momento durante ese atardecer dominguero, día en que Luisa regularmente acudía con su prima a la misa de las siete.

Faltando diez minutos para la hora indicada, Carlos llegó al sitio de la cita, parándose en la intersección de las indicadas calles, junto a una antigua casa de cemento armado construida en 1915. Ojeaba para todas partes buscando la figura de su adorada, ya que la oscuridad iba envolviendo el ambiente. Se paseaba inquieto. Ni siquiera sabía qué le diría cuando la viera llegar. En eso le llegó una idea negativa, nublando su mente: ¿Y si ella no viene porque su parienta nada le dijo, ah? (“No, no puede ser, la muchacha me afirmó con su cabeza que se lo diría, yo la entendí bien”, dizque pensó). En ese instante se dio cuenta de que no tenía su arma, de que se hallaba desarmado en lugar peligroso. Y quiso ir a buscarla, pero el tiempo de la reunión se le venía encima, decidiendo quedarse, enfrentar la situación originada por sí mismo.

En eso le pregunté: “Carlos, ¿acaso no creíste que ella no acudiría aunque su prima se lo dijera, eh?” Pero me respondió que no, que no temía tal cosa pues poseía esa honda intuición de que la joven le amaba intensamente.

La verdad es que todo aquello me intrigó. Y como ansiaba conocer el final, su desenlace, elegí no estorbarle, dejándole continuar relatándomelo. Y seguí oyéndolo con fascinante interés. Me contó que la angustia le estaba ocasionando estragos. Pensó hasta en salir huyendo si Luisa no llegaba pronto. Empero, observando que en su reloj de pulsera eran las siete, mirando la calle Duarte --vía por la cual consideró vendría--, la alcanzó a ver que se aproximaba abrazada de su prima. La contempló más hermosa que nunca en ese vestido de color azulino, sintiendo introducírsele una felicidad imposible de narrar.

Me explicó que la emoción lo embriagaba, que su corazón latía con rapidez. La primita los dejó solos, después de comunicarles que vendría a buscarla a las ocho, cuando terminara la misa. Me informó que se tomaron de las manos instintivamente, mirándose con dulzura, dirigiéndose enseguida hacia el Muro de Contención, y que desde ahí, delante del río, hablaron de su amor. Se besaron y abrazaron con pasión, jurándose amarse más allá de la muerte, hechizados por un circundante agonizante crepúsculo.

--Fue como si nos conociéramos desde un largo tiempo --comentó Carlos con la vista perdida en aquel recuerdo.

Me contó que así estuvieron, dominados por un estupendo encantamiento, hasta que la primita regresó, poco más de una hora, y que continuaron viéndose durante unos domingos, amándose cada vez con mayor intensidad en el mismo lugar, pero que los padres de ella lo averiguaron con los acechadores que comenzaron a vigilarlos, principalmente a su persona. Y por tal motivo decidieron mandarla hacia Norteamérica, para apartarla de él, quedándose por su partida muy afligido, tan adolorido que poca cosa le faltó para no perder la razón.

Relató que con frecuencia iba por el lugar donde pasaron felices instantes, recordándolos con nitidez, aconteciendo en ciertas ocasiones que veía la imagen de su adorada surgiendo por la esquina, en el sitio de la primera cita. Detalló que el llanto lo envolvía, pero que a veces no podía soportarlo y lloriqueaba frente al Río Higuamo (el Macoríx), comunicándome que luego de unos años (“Es algo increíble de creer”, expresó con sollozante voz), su gran y único amor, Luisa en persona, no una ilusión de su imaginación, volvió a manifestarse en el mismo lugar e igual tiempo, 7:00 PM, esa vez sola, y que se abrazaron ardientemente, llorando ambos de felicidad, y que abrazados caminaron hacia la orilla del río, amándose de manera apasionada. Me indicó que días después se casaron (claro, sin la participación de los familiares de ella, exceptuando a la prima, algunos de sus parientes, unos amigos) y que partieron para Miami, viviendo allá varios años, siete, retornando al pueblo para festejar junto al río el séptimo aniversario del hijo, nacido un día siete, a las siete del atardecer del séptimo mes del año 1977.

Realmente yo quedé maravillado. En ese instante, una voz infantil gritó:

--Papi, papi, papi,...

Carlos ojeó su reloj, y me manifestó:

--Es la hora, allá vienen. Míralos. Ven, ven para que los conozcas...

 

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