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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'LA MISION DE JAIMITO' (Novela)

                    Capítulo No.14

 

 Por: Bernot Berry Martínez  (Bloguero)

 

     Pedro avanzaba rápido hacia la piedra. Conocía que ese lugar del río no era hondo, así quiso manifestárselo a su mujer, quedándose callado porque la contempló angustiada, aterrada, pensando tal vez cosas del pasado. Y por eso dejó el redoblante en el suelo, a la vera de Manuela, diciéndole que lo cuidara mientras él penetraba al río, sintiendo la humedad entre sus calzados, el chapoteo entre las aguas, escuchando a su concubina gritándole que lo salvara, que no lo dejara morir, que ya tenían el tambor y que también ella iba hacia allá enseguida, que se lo gritara, que se lo gritara.   

     El obrero llegó a la roca. Inmediatamente, subiendo con cierta dificultad, voceó: "¡Ehh, Jaimito, Jaimito, conseguí el tambor, conseguí tu tambor!". Hallábase de pie. Estaba mojado hasta las rodillas. Y como su vástago no le respondió se preocupó: temió que la cabeza del muchacho hubiera chocado contra algo sólido en el fondo. Empero, como lo había sospechado, el sitio no era profundo, y aunque el jovencito no sabía nadar tampoco podíase ahogar. Y ahí lo vio entre el agua, tratando inútilmente de sumergirse. 

     --¡Ven,  Jaimito,  ven,  te  tengo  una sorpresa! --el hombre sonrió, volviendo a repetir lo mismo  al  notar que el hijo no le hizo caso. 

     En eso llegó Manuela. Tenía el redoblante sobre su cabeza. "¿Dónde tá, dónde tá?", cuestionó con los ojos muy abiertos. Pedro la ayudó a subir, diciéndole que se calmara, que Jaimito se encontraba bien, sintiéndola temblar: hallábase muy asustada. "Ven a verlo. L’enseñaré el tambor". Casi reía cuando nuevamente llamó a Jaimito y le dijo que se volteara y vería un redoblante chulísimo, como nunca había visto. Manuela estaba al lado de su marido, silenciosa,  sujeta a un brazo de él,  pero sin atreverse  a  observar hacia  donde  hallábase su hijo. Y no obstante, con lentitud    fue   mirándolo,  sonriendo   de  felicidad   al  notarlol  bien,  contemplando ella el firmamento para darle gracias al Altísimo por cuidarlo, protegerlo en esas aguas.                                                         

    El jovencito volteó la cabeza. Su rostro ya no se notaba envejecido. Encontrábase normal. Cuanto él alcanzó ver con su visión brumosa por las lágrimas le hicieron sonreír gozoso: su papá levantaba un redoblante de tamaño mediano, como tanto ansiaba, muy bonito, especialmente para ser usado en un momento solemne cual era el de cumplir la misión. Y se levantó. El agua le daba por arriba de las rodillas. Notó que sus progenitores le contemplaban sonrientes. La diestra le dio a su padre para que lo auxiliara a encaramarse encima de la piedra, confundiéndose los tres en un emotivo abrazo. "¡Ese tigre, ese tigre!", afirmó contento el zonero, acariciándole los mojados cabellos en tanto la madre susurraba "mi’jito, mi’jito". El jovencito, tratando de contener el llanto, avergonzado, apenas murmuró: "¡Ción papi, ción mami!". Ambos respondieron bendiciéndole. De inmediato Pedro le mostró el tambor. "¿Qué te parece, ah?"/. "¡Oh papi, qué lindo e’, qué lindo e’, gracia, gracia!"/. Nuevamente los tres se abrazaron en aquella roca que resultaba pequeña para que estuvieran con cierta comodidad, por lo cual tuvieron que calmar la gran emoción que los saturaba.   

     Encontrábase Jaimito embelesado admirando el redoblante. Entonces, cuando el muchacho lo agarró para contemplarlo por todas partes, aconteció que el instrumento se puso brillante, fosforado, trayendo asombro en ellos, esencialmente en Manuela y Pedro, quienes confusos se observaron mientras el vástago volvíase gozoso al sentir tal vez aquel mundo abstracto adentrándose íntimamente entre su ser. El adolescente se dispuso a sacar con su mano izquierda los palitos sujetados entre la correa del tambor. Los padres, sorprendidos, no le quitaban la vista. Cuando el jovencito los sacó éstos se pusieron relucientes, haciendo que Jaimito manifestara complacido de que eran tremendos. Fue en ese momento que una extraña gaviota cantó cerca. Ellos la contemplaron: era bella, muy blanca, sus ojos de color rubí parecían dos brasitas en el  aire. Y la miraron  volar  hacia el centro de la ría, haciéndolo bajo, casi a ras de superficie, quizás aguardando orden, para poco después verla  irse lentamente hacia la desembocadura, perderse en la lejanía cual si fuera mensajera de los dioses, tal vez una Iris Caribeña llevando algún ansiado designio por quienes habitan entre el fantástico mundo inmaterial.    

     Jaimito cruzó la correa del instrumento a su espalda, quedando el redoblante suspendido a la altura de su cintura. Sus padres, abrazados y silenciosos, le observaban de manera admirativa, siguiendo atentamente cuanto el vástago efectuaba. Y le vieron ojear el rojizo crepúsculo, sonreír a plenitud, igualmente cuando realizó un ligero ensayo de redoble, considerando ambos que la ejecución fue excelente, preguntándose extrañados que en dónde había aprendido a tocar así. Y los tres sonrieron. Había armonía. El paraje se iba poniendo encantado, lo presintió de manera particular Manuela, mujer muy sensitiva, con cualidades emocionales muy por encima a las de su concubino, una fémina especial quien con cierta regularidad se apartaba de lo real y se iba correteando por serpenteados y brillantes trillos en noches estrelladas forjadoras en su mente.   

     Pedro expresó a su hijo que tocaba muy bien, felicitándolo con un golpecito en el hombro, e igual hizo la madre, la cual, además, le interrogó acerca de quién le había enseñado a ejecutarlo tan bien. El muchacho, señalándose con uno de los palitos, le respondió: "En ninguna parte, mami. Eso tá en mí, en mí". La progenitora dijo que le creía, sabía que no mentía, era un chico serio y decente, agregando el padre con cierta ternura: "Claro que sí, e’ buenaso tené un hijo como tú, Jaimito, que sale del montón, diferente a eso carajo que lo único que hacen e’ moletá", e indicó hacia el muro en donde continuaban los mozalbetes y otras personas observándolos. El jovencito les dio las gracias por cuanto habían dicho, manifestándoles asimismo lo feliz que se hallaba, pidiéndoles cariñosamente que se fueran para la orilla porque ya llegaba el instante en que debería de cumplir con la misión encomendada, y que comprendieran que debería de encontrarse solo para tocar el tambor. Los concubinos se miraron, entendiendo la madre que así debía de ser, recomendándole al hijo hacerlo bien, perfecto, cumplir con la misma, que Dios lo dirigiera, y se llevó al marido hacia el litoral. Allí se reunieron con varios individuos quienes les interrogaron sobre cuanto estaba sucediendo, respondiéndoles Pedro con cierto orgullo que su hijo cumplía años y que él le regaló un tambor, ("uno tremendo, como el muchacho deseaba, no de cartón que son malaso"), lo dijo con voz fuerte para que algunos se molestaran, principalmente aquel tipo con el cual por poco se tiran unas trompadas en el Parque Salvador, un bizquito pescador robador de nasas, alcohólico, quien se encontraba cerca, atisbándolo todo con seriedad. Igualmente afirmó el trabajador zonero que su vástago lo iba a tocar un rato encima de la roca para no molestar a nadie. La gente se miró incrédula. El bizquito pescador lanzó un salivazo, ojeando de soslayo a Pedro con mirada de fuego, bebiendo enseguida un trago de ron, guardando el recipiente entre su cinturón. Sin embargo, nadie dijo nada, quedándose todos allí aguardando que el raro jovencito, quien contemplaba con fijeza el hermosísimo crepúsculo, comenzara a ejecutar el redoblante.  

    Un misterioso silencio fue rodeando el sector. Los presentes percibieron que les fue cayendo una sensación de tranquilidad bienhechora, poniéndolos serenos, tal vez listos para poder disfrutar cuanto comenzaron a escuchar: un magnífico redoble de tambor. Fue en eso que, atraídos por el perfecto tamborileo que dominaba el embrujante panorama bañado por la bermeja luz de aquella tarde majestuosa, más curiosos fueron llegando, quedando inmediatamente atrapados por el influjo del redoble y el medio envolvente. Y quienes presenciaban aquel extraño espectáculo quedaron maravillados al notar un fosforado movimiento en las aguas,  próximo  a  donde  Jaimito  tocaba  el  instrumento. Y se sorprendieron más todavía cuando advirtieron que dicha agitación formó una figura nebulosa, brillante, que a la mayoría les pareció indígena, la cual se alzó unos instantes delante del jovencito, para poco después irse rápidamente hacia la desembocadura del río, adentrándose en el Mar Caribe, esa masa de agua salada a la que muchísima gente desconoce  como el  Padre de los Mares, precioso e intenso, quien atrae grandemente a los humanos ya que serios investigadores aseguran que la vida empezó en los lechos oceánicos hace  millones  de años, saliendo de éstos, arrastrándose como reptiles, lo que con el  paso  de cuantiosos años, se convirtieron   en   los   amos  de   las especies vivientes en nuestro mundo: los humanos.  

     En ese momento, Manuela y Pedro, asimismo los curiosos, fascinados presenciaron que toda la piedra, del mismo modo Jaimito y el redoblante, fueron envueltos por una tenue neblina fosforescente. Y fue en ese instante que los presentes escucharon, quizá viniendo desde el rojizo atardecer, aumentando el encantamiento ambiental, una preciosa melodía que seguidamente identificó un maestro musical, buen colaborador cultural de Macorís, profesional, y quien casualmente paseaba por ese contorno, como  la ’Oda de la Alegría’ de L. V. Beethoven, con el texto en castellano de Waldo de los Ríos. Ese coro de armoniosas voces vocalizaba, acompañando al redoble:

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   

      “Escucha  hermano  la 

       Canción                                                

        de la Alegría. 

        Es  canto alegre

        del que espera

        un nuevo día. 

        Ven,  canta,  sueña 

        cantando,

        vive  soñando 

        el nuevo Sol.              

        Ven, 

        que   los   hombres 

        volverán a ser

        hermanos.             

        Si  en  tu  camino 

        sólo 

        existe la  tristeza,

        y el llanto

        amargo de la

        soledad completa.   

        Si es que no

        encuentras la alegría

        en esta Tierra,

        búscala  hermano

        más allá de

        las estrellas..."        

                        

     Y prosiguió el tamborileo mientras más gente fue llegando, deteniéndose incluso varios vehículos para que sus ocupantes averiguaran cuanto hallábase sucediendo. Y la canción coral se fue yendo con lentitud, quedando el redoble solamente por unos momentos hasta que Jaimito lo finalizó al desaparecer el crepúsculo. Entonces, así lo contemplaron los curiosos, la fosforescencia que envolvía al jovencito y al tambor y la piedra se esfumó, alejándose además el encantamiento  del  recinto. Y el adolescente, contento por haber efectuado en buena forma su encomendada misión, se sentó sobre la roca, el redoblante encima de sus  muslos,  sonriendo  con  satisfacción, quedándose contemplando el escenario de manera meditativa.   

     La mayoría de la gente se fueron alejando silenciosamente. Pedro y Manuela, alegres, abrazados, dándose furtivos besos, aguardaron por su vástago, así lo vieron unos individuos que se quedaron en el muro atisbándolo todo, sin comprender éstos lo acontecido, pensando algunos en cómo se lo dirían a sus superiores de cuanto fueron testigos, ya que para eso se les pagaba, para informar acerca de cualquier cosa extraña observada por ellos en el pueblo, esencialmente sobre aquello que atrajera la atención de cierta cantidad de personas.

     Cuando Jaimito retornó a la orilla con el tambor sus padres lo abrazaron y elogiaron. La madre se asombró al notar que los ojos del  jovencito  poseían  un  color  parecido al que tuvo el bermejo atardecer, sin embargo nada habló. A medida que los tres iban subiendo los escalones para llegar al parquecito ’Cuarta República’ varios tipos le pidieron explicación al jovencito de cuanto había realizado. Empero, él no les contestó: hallábase ensimismado, pegado a su progenitora, la cual exigió dejarlo tranquilo, que más luego lo haría, que él se encontraba fatigado, debía de cenar, dormir, descansar,... Y Pedro, llevando el redoblante, Manuela abrazando al hijo, los individuos siguiéndoles, retornaron al barrio. Sus vecinos les atisbaron pasar silenciosamente, respetando el instante, pacientes para conocerlo todo con lujos de detalles al siguiente día en que sabrían porqué ’Jaimito, loquito y mariquita’, se había puesto a tocar un redoblante delante del río. No obstante, esos vecinos jamás conocerían el asunto de la misión del muchacho. Y aunque parezca algo raro para una barriada de pocos secretos, lo cierto fue que nunca a nadie los progenitores de Jaimito contaron la verdadera historia. Ni siquiera Pedro, borracho, la relató, mucho menos su concubina a quien algunas de sus amigas trataron de sacársela por distintas formas, como leyendo la taza cafetera, con barajas, la luz de una vela,...                                           

     Y fue en eso que, cuando ya la gente de La Aurora se estaba olvidando de lo acontecido, acabándose los variados comentarios que se formaron sobre Jaimito y sus padres, exactamente quince días después, misteriosamente el muchacho del tambor desapareció con su instrumento en pleno apogeo de un hermoso ocaso del Sol. Nunca fue encontrado, pese a que lo buscaron afanosamente por todos los lugares en los cuales él frecuentaba. Incluso lo hicieron por los litorales del viejo rompeolas, Playa de Muertos, la costa del faro, etc., pero todo fue inútil. Ni siquiera apareció su cadáver, el redoblante o algo suyo. Encendieron velones entre fundas y los pusieron en varias yolas por el río, noche y día, con el objetivo de que si se había ahogado subiera a la superficie. Pero nada dio resultado. Todo lo anterior trajo diversas y extrañas conjeturas: unos alcohólicos afirmaron que Jaimito desapareció entre una nube fosforada, la cual bajó por donde el jovencito hallábase admirándola, sentado a la orilla del río; otra persona aseguró que fue raptado por unos personajes con vestimentas oscuras (¿’los hombres de negro’?), quienes lo introdujeron en una lanchita que seguidamente se dirigió a un yate anclado en la ría, embarcación que partió inmediatamente del puerto, así dizque lo vio desde el muro; igualmente hubo una versión muy sostenida acerca de que un grupo especial de calieses lo agarraron y siguiendo órdenes lo ejecutaron y enterraron en algún sitio ignorado, porque sus superiores temieron que cuando el muchacho creciera pudiera convertirse en gran peligro para determinados y poderosos intereses. Cierto, variados rumores más trotaron por la barriada acerca de su extrañísima desaparición, como fue la  de un extravagante anciano, no conocido en el sector, quien les dijo a varios  hombres en el Parque Salvador que a ese muchacho se lo llevó una nave de otro mundo, y que se encontraba muy bien, y que lo mismo realizan con ciertas escogidas personas por distintas partes del planeta. Pero tal afirmación hizo que ellos se rieran de él, expulsándolo de allí casi a empujones a consecuencia de que poseía un horrible mal olor ("váyase a bañá, viejo ’el diablo, jediondo a mangle podrío”), fue dizque le voceó un hombre apodado ’Cacique’, frecuentador de dicha plaza, por lo cual varios de los presentes afirmaron que aquel señor le respondió, señalándolo con su palo-bastón, óyeme bien, mujeriego resentido, sin hijos, te informo que ya casi los tendrá, y tú sufrirás mucho para poderlos mantener, y jamás tú me olvidarás, te lo aseguro”.  Dicen ellos que fue un hechizo que el anciano le lanzó al ’Cacique’, pues efectivamente así aconteció: tuvo un hijo poco después y más luego una niña, y que vivía lamentándose cuando no tenía dinero, esencialmente cuando los infantes se enfermaban ya que era un padre con responsabilidad, amante en gran extremo de sus ’cachorritos’ como él les llamaba, y que realizaba cualquier trabajo para poder sustentarlos, incluyendo el de irse a pescar en horas de la noche, arriesgando su vida en una pequeña embarcación, botecito que fue devorado por el mar bravío durante un sorpresivo mal tiempo, esfumándose por siempre el ’Cacique’, haciéndose cargo de esos huérfanos las buenas hermanas del desaparecido pescador.                                                                                      

     El desvanecimiento de Jaimito fue muy poco comentado por los diferentes medios locales. Empero, eso no es nada nuevo en este pueblo, también en otras ciudades dominicanas, igualmente en el mundo. Y es que la expresión libre del pensamiento es una ilusión, algo casi imposible de alcanzar (...”es que los propietarios imponen condiciones...", cual lo manifestó en una magistral charla un afamado intelectual europeo en Seminario Internacional ofrecido por una Compañía de Comunicación en un hotel capitalino). Y de acuerdo a dicho expositor, tales empresarios tratan de comprarlo todo, incluyendo la complicidad de callar valiosísimas informaciones, diciendo también que a consecuencia de eso algunos reales comunicadores tienen las manos atadas para dar a conocer lo que anhelan sus conciencias, mas son asalariados y tienen que tragarse cuanto desean informar o irse a caminar las calles, sin trabajo, odiados, vigilados, a veces ’eliminados’ como sucede con relativa frecuencia... Y quizá debido a la indicada charla fue que unos periodistas recordaban de vez en cuando, entre ellos, en voz baja, aquella funesta tragedia efectuada por el adorado hijo de un rico industrial cuando venía hacia Macorís desde la capital, en la cual todos los programas noticiosos, asimismo cuantos efectuaban comentarios, no mencionaron absolutamente nada de tan lamentable acontecimiento (vaya, ¿acaso ese accidente nunca ocurrió?). Y fue por eso que tales informadores aseguraban que un dineral fue invertido para silenciar a los dueños y directores de periódicos, radioemisoras y televisoras, quienes callaron aquel sangriento percance que debió conocerlo todo el país, principalmente por la forma cual sucedió, sin quitar ni añadir nada. Por tanto, al no hacerlo del dominio público es como si el mismo jamás se produjo... Además, pudo suceder que de veras no sucedió y que todo fue una de las tantas ficciones creadas por personas de inmensa imaginación ¿? Pero..., muy cierto fue que varios periodistas (hubo uno que lo anunció por una radioemisora local, diciendo que seguirían informando a medida que obtuvieran más detalles, pero jamás volvió a informar nada y mucho menos pedir excusas a los oyentes que esperaban impacientes saber otros detalles acerca del anunciado accidente), afirmaron que el percance ocurrió, asegurando también que mucho dinero se dio para callarlo, no haciéndolo público. Dijeron que compraron hasta a los familiares de quienes fallecieron en la tragedia... Bueno, tal vez sea por tan gravísimas vagabunderías que se considera que realmente ’los perversos no tienen vergüenza’, porque el locutor que lo anunció anda como si nada, cuando lo correcto era renunciar a su trabajito.             ¡Diantre, cuánta poca vergüenza tiene ese individuo!                                                                        

     Empero, concluyendo con nuestra historia, Manuela y Pedro se separaron, continuando con sus vidas de manera muy triste: ella se fue haciendo más religiosa, solitaria, poco comunicativa, limpiando ropa hasta que las lavadoras automáticas la desplazaron, quedando desamparada pues sus parientes (su madre ya había fallecido) la abandonaron, sin amistades, pasando largos ratos por el Muro de Contención, siempre pensativa, buscando entre los vertederos algo para subsistir, la vista lejana, durmiendo junto a la muralla, maloliente, hasta que fue hallada muerta señalando con su diestro índice hacia la piedra donde su hijo cumplió con su misión; mientras que su antiguo concubino se volvió un gran amargado, bebiendo demasiado ron, comiendo mal, trabajando poco, alejado de sus amigos, muy callado, visitando con cierta frecuencia la desembocadura del río y el Parquecito de las tres palmas, cada vez  embriagándose con más intensidad, poniéndose algunas veces a conversar con los transeúntes acerca de un infante ("era macaco mío", aseguraba con orgullo, dándose golpecitos con la mano en el pecho), quien tocó un redoblante ’endiabláo’ en honor al río,...

     Sí, un tiempo después su cadáver fue encontrado encima de la roca donde su hijo efectuó el prolongado tamborileo ante aquella bermeja tarde crepuscular.

 

ESTE ES EL FINAL DE NUESTRA PEQUEÑA OBRA. AGUARDAMOS QUE AQUELLOS QUE TUVIERON EL VALOR DE TERMINARLA LES HAYA GUSTADO. A TODOS, GRACIAS. LES RECORDAMOS QUE LA MISMA SE HALLA REGISTRADA EN LA OFICINA NACIONAL DE DERECHO DE AUTOR, ONDA, COMO MANDA LA LEY 65-00. DE LA REP. DOM.   

 

 

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