Blogia
Bernot Berry Martinez (Turenne)

'MURIO MISS LEONI' (Relato)

                     

 Por: Bernot Berry Martínez   (bloguero)

 

     En esa mañana de cielo plomizo y triste, en la cual no escuché a los pájaros cantar, algo intuitivo me aconsejó ir por el barrio de Miramar. Y fui a la barriada en donde nací y crié. Y mi mente se llenó allí de recuerdos familiares y amistades, vecinos a nuestra antigua vivienda en la Presidente Jiménez. 

    Sí, muchos imborrables momentos pasaron por mi mente en breves instantes. Fue algo instantáneo. Empero, continué andando por el barrio, saludando a viejos conocidos, hablando con otros. Y mientras conversaba con un viejo matador de bueyes, en aquel sitio donde jugábamos pelota entre la Ignacio Arias y Antonio Molano, contemplé que se aproximaba un entierro con poca gente detrás del oscuro carro fúnebre del Ayuntamiento. 

    A consecuencia de que siempre me ha intrigado conocer a quién conducen hacia quizá su última morada, me despedí con el cual hablaba y me fui a indagar acerca de la persona fallecida. Al notar al amigo ‘Godingo’ trajeado de negro que iba en el sepelio, me le aproximé, preguntándole sobre el difunto. Y él, estrechándome la mano, poniéndome su diestra encima del hombro, sin detenerse, hombre muy cumplidor en visitar a sus amigos enfermos como en asistir a los funerales, con voz quebrada por la emoción me informó que había muerto nuestra amiga Miss Leoní y que la llevaban directamente al cementerio ‘El Tamarindo’. 

    Esa noticia me conmocionó. Y cual caminante zombi seguí detrás del reducido cortejo, no más de diez individuos, todos hombres, a los que vi como una forma, tal vez, de amortiguar el lento y largo trayecto hacia el referido camposanto, pues en ese entonces los entierros se relizaban a pie. 

    Debido a que yo era el último en el sepelio, por la vía Zayas Bazán una mujer me indagó por la extinta, deteniéndome para responderle que era Miss Leoní, y como ella no la conocía quiso que le explicara quién era, dónde vivía, pero el sepelio se estaba alejando, no podía complacerla, por eso le informé que la difunta poseía una historia muy complicada y que quizá en otra ocasión se la contaría, zafándome de sus manos, quedándose atontada. 

    Cuando caminábamos por la Ave. Domínguez Charro yo cavilaba en la fenecida, en su tierna manera de ver las cosas, la sonrisa franca, en sus facciones --mezcla de varias razas, posiblemente hasta indígena--. Pensé en los dulces que fabricaba para vivir. Con regularidad leyendo La Biblia. Una mujer tranquila, sin hijos ni marido, sin llegar a conocer a sus padres ya que fue abandonada, criada por el viento, sin tal vez nunca haber tenido una relación amorosa, aunque las chismosas del barrio sostenían diversas conjeturas sin prueba alguna.  

    Cierto, podría ser que aquella extraña fémina, no más de 55 años, de quien me contaron expiró durmiendo como avecilla, se fuera virgen de esta vida, sin que ningún varón desflorara el templo de su cuerpo. Y me cuestioné: “Eh, ¿acaso eso mismo no ha sucedido en muchas ocasiones, ah?”

    Leoní me tenía cierta confianza. Recordé que en distintos momentos, mientras comía algún sabroso ‘conconete’ de los que vendía a la vera de su hogar, debajo de una mata de ‘ponceré’, practicábamos sobre variados asuntos. Me contó cosas que se adentraron en mi corazón, principalmente de traiciones, como la de un conocido abogado que la engañó vilmente con un título de propiedad, apropiándose ese insignificante ‘doctor’ de una casa con gran patio que ella había heredado de una dama de San Thomas a la cual cuidó por más de 30 años, recompensándola esa señora con la mencionada morada, pero muriendo sin haber efectuado a tiempo los trámites correspondientes: solamente le dejó el documento con una misiva en la que indicaba que su casa se la dejaba a Miss Leoní porque ésta jamás la desatendió.

    Cuando el cortejo pasaba por el antiguo parquecito Salvador, llegué a divisar, leyendo un periódico, al leguleyo estafador. Nos miramos profundamente. En ese instante memoricé palabras de Miss Leoní cuando la interrogué acerca de la razón por la cual no lo denunciaba en Los Tribunales. “Se lo dejo a Dios. Aquí todo se paga. Ese hombre morirá podrido en su cama, saliéndole culebritas de su boca, es la Ley de la Compensación”, me dijo, enseguida sonrió con esa sincera sonrisa suya. 

    Entonces sucedió algo muy raro. Un fuerte viento tumbó algunas hojas de almendro de color rojizo, cayendo encima del techo del carro fúnebre, adornándolo como si fueran flores, las coronas que le faltaban, quizá un obsequio de la Naturaleza a una noble mujer. ¡Fue en ese instante que comprendí que Miss Leoní vivirá eternamente! Y miren lo que son las cosas, un tiempo después, un par de años, ese abogado truhán murió convertido en un hilo negruzco luego de sufrir una prolongada enfermedad, y la casa robada misteriosamente se incendió totalmente.            

 

NOTA: Este relato pertenece a mi libro "En ese doblar de campanas"

Twitter: @Bernot03

 

 

 

0 comentarios