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Bernot Berry Martinez (Turenne)

'UNA FLOR PARA EVANGELINA RODRIGUEZ' (¿1879?-1947)

                          Capítulo X

                    (Novela-Histórica)

 Por: Bernot Berry Martínez

 

   Por cerca de dos horas, desde las diez hasta próximo a las doce, estuvo el chofer haciéndole el amor carnal a la educadora. Sin embargo, se asombró porque ella no lanzó ni un grito de dolor, algo que había temido porque podría llamar la atención, haciéndose un escándalo. Sólo la percibió originando extremada complacencia. Cada cierto tiempo (unos minutos) mordía una toallita con fuerza, cerrando sus bellos ojos castaños, temblándole el cuerpo entero, quedándose un instante tranquilita, inmóvil, incurriendo que el conductor se detuviera preocupado. Pero de inmediato ella, besándolo apasionada, le susurraba:

    --Más, más, mucho más, no te detengas, no te detengas por favor  --decía al terminar con sus múltiples orgasmos.  

    Cuando el sudoroso chofer  iba  llegando a su tremenda eyaculación, la maestra le bajó rápido el rostro sobre una almohada llena de plumas de ganso, logrando que su sonoro mugido quedara reducidísimo, muy apagado. 

    El camionero salió del lecho. La profesora se quedó acostada, extremadamente complacida, sonriente. Poseía los ojos llenos de felicidad, así pudo él distinguirla en tanto se vestía. Entonces, terminando de ponerse su ropa se acercó a la profesora y le estampó un largo beso en la frente. A la maestra se le iluminó el rostro. Él deseó quedarse un rato más ya que era una preciosidad de hembra. Y quiso hacerlo, quitarse el ropaje y acostarse a su lado, pero recordó que su mujer lo esperaba para las doce. Además, reconocía que ya no podía efectuarle su grandioso sexo por algo que más adelante se contaría. Y arropándola con la sábana, ella observándole encantada, se fue por donde entró, corriendo la cortina, dejando entrecerrada la ventana. Buscó alguien por la cercanía, pensando de nuevo en ser visto, saliendo de esa morada. Si lo observaban sería una desvergüenza en un poblado donde el chisme se practicaba en abundancia, cumpliéndose fielmente aquel refrán: ”pueblo pequeño, infierno grande”. Pero la hora se hallaba avanzada, a nadie él logró ver, lo mismo que cuando entró, yéndose de manera cauta, similar a ladrón en la noche.

    Mas, alguien sí le contempló en esa noche de Luna llena, asombrándose muchísimo. Era nada menos que el sacristán, quien casualmente se despertaba luego de una borrachera, la cual pasó junto a un framboyán cercano a esa casa. El tipo meneó la cabeza porque jamás había pensado que esa  institutriz, siempre rezando en la iglesia, comulgando, altanera, podía tener un amante, y no un cualquiera como esos jóvenes que poseían a las viejas jamonas, dizque serias, sino a ese hombre raro, a quien nunca lo había visto en la parroquia, tampoco a su mujer.

    El sacristán persiguió con su mirada al chofer, quien iba pegado a la vivienda, cruzando hacia otra, entrando con rapidez en la suya. Desde allá pudo escuchar voces que no logró entender, discerniendo que estaba dialogando con su concubina, esa terrible mujer que por dinero era capaz de vender su alma al diablo. Entonces se levantó. Con pasos lentos, observando hacia los lados, se aproximó a la morada de la profesora. Llegó a la ventana por donde salió el conductor. Vio que se hallaba entornada con la cortinilla cerrada. Y abriéndola, penetró su cabeza entre la tela, contemplando que la maestra se encontraba en el lecho dormitando, y que la luz de un quinqué se encontraba encendido sutilmente. Sonrió de modo grotesco. Y sin pensarlo con esmero, decidió entrar a la vivienda. Y de forma cauta se fue acercando a la cama. Trataba de no hacer ningún ruido, evitando tropezar con algo. Llegó muy cerca a la dormida profesora. Con admiración le contempló su dulce sonrisa, pensando que era a consecuencia del enorme sexo mantenido con el hombre más deseado del pueblo.

    Sí, el sacristán sabía de varias personas con edades y posiciones sociales variables (jamonas, féminas con sus maridos, muchachas vírgenes y pudientes homosexuales), que ansiaban tener un rato íntimo con ese camionero. Era un secreto a voces. Por eso se sorprendió cuando le advirtió salir de donde la educadora, ya que no les hacía caso a quienes le proponían hacer sexo en sus casas o entre el monte. El sacristán estaba consciente, al tanto, de cuanto acontecía en ese poblado. Y le vinieron intenciones de desnudarse, entrar al lecho y hacerla suya. Claro, era una oportunidad ideal, de disfrutarla un buen rato. Eso sería un buen recuerdo para el tiempo, porque la persona que no los tiene es como si no hubiera vivido. Y aunque tenía bastantes, otro más le vendría bien... Pensó que con seguridad, ella, cansada por el atroz sexo, ni siquiera se daría cuenta. Es más, llegó a cavilar que si llegaba a enterarse, con certeza podría imaginar que se trataba nuevamente del chofer, quien había regresado debido a que solamente probó un pedazo de su exquisita golosina, retornando para comérsela por completo.                    

    El sacristán, no obstante, viendo el dulce rostro de la dormida, no se atrevió a realizarle nada. ¿Y por qué? Bueno, quizá recordó a una hija que había dejado en el Cibáo con la madre. Y le cogió una inmensa pena, deteniéndose en quitarse la vestimenta. Él era un desagradable borrachín, se lo decía con cierta frecuencia, aborreciéndose por su forma de vida. Sin embargo, nadie podía señalarle como un pervertido sexual. Y entristecido, lagrimeando, salió de allí, cerrando la cortinita, dejando entreabierta la ventana.

    Claro, se benefició que nadie lo viera. Marchó a la iglesia, arrodillándose frente al ‘Cristo de Palo’. Llorando le dio grandes gracias por no haber cometido un hecho tan aborrecible, del cual jamás se recuperaría. Después de un rato entró a su cuartucho, acostándose en su camita. Vislumbró que no tenía ningún remordimiento. No le produjo ningún daño a la maestra. Por eso sintió que una enorme alegría se le iba introduciendo. Pensó que no debería de contárselo a nadie, ni siquiera al cura en el Confesionario, tampoco de cuanto había visto. Y juró mantenerlo en secreto. Y contento, ansiando no volver a recurrir al alcohol ni a contar chistes, tampoco feos chismes para obtenerlo, casi riendo fue durmiéndose de modo profundo. Lo vino a despertar horas más tarde el sacerdote, ya que debía de efectuar ciertas obligaciones. Desde ese momento el sacristán cambió grandemente. Ni siquiera contemplaba a la profesora, avergonzado por cuanto estuvo cerquita de efectuar, cuando ella entraba a la parroquia para escuchar misa, confesarse, etc. 

    Hasta el cura se dio cuenta enseguida de que su principal ayudante se había  transformado grandemente. Y ansió saber la razón, la que debía tener encerrada en su mente. Y varias veces le interrogó en el Confesionario, pero nada le sacó, excepto que el Señor Jesús le aconsejó que dejara de beber ron, cerveza, etc. No obstante, el fraile no se lo creyó, le conocía demasiado, y por  eso le ponía trampas con dinero y variadas exquisitas bebidas en sitios claves, tratando de ver su reacción. Mas, el sacristán se mantuvo firme en su disposición. Salía menos. Es que no deseaba ni un poquito encontrarse con esos personajes que le brindaban alcohol con la finalidad de hacerles reír. Decía que ya eso se había terminado. Y se daba aliento, esperanzas positivas hacia tan difícil éxito... 

    --No debo de ingerir un solo trago, ahí se halla mi perdición  --se aconsejaba  con frecuencia--.

   Un año después, siguiendo una propensión, partiría hacia Macorís, abandonando la iglesia. En esta población comenzó vendiendo naranjas dulces, peladas, muy cerca del mercadito. Ahorraba cuanto podía. Dormía sobre cartones, arropándose con sacos de pita. Su alimento esencial, aparte de las naranjas no negociadas, consistía en masitas, conconetes, yaniqueques, pancucos y mabí de palo. Empero, con los años pudo llegar, haciendo fuertes sacrificios, a convertirse en próspero comerciante. Se matrimonió con su antigua mujer. Ayudó a su hija en sus estudios, haciéndola excelente contable Cuando llegó a fallecer poseía un próspero negocio en el actual Mercado Público.    

   Después de un mes del grandioso coito con el chofer, la hermosa institutriz se fue debilitando, quedando decaída, debiendo de guardar cama, enferma, sin fuerzas para levantarse y cumplir con su trabajo. Así estuvo por varias semanas. Nadie entendía qué le pasaba. Hechiceros y médicos fueron a verla. Pero ninguno logró hacerla dejar el lecho y retornar a la escuela. Es que el padecimiento que tenía estaba muy por encima de sus conocimientos. Sus alumnos se encontraban de su cuenta, no apeteciendo que se aliviara, de ese modo continuarían con sus variados juegos, asimismo cazando avecillas con tirapiedras.

    Mas, llamaba bastante la atención a quienes acudían a verla esa sonrisa que poseía, igualmente que sus ojos se notaban alegres. No comía nada, tampoco bebía jugos de frutas, excluyendo el agua de coco. La maestra le confesó al párroco que se iría llena de felicidad, pues había logrado cuanto ansiaba en la vida. Esa declaración hizo estremecer al religioso, lagrimándosele los ojos, algo que ella no percibió porque sonreída admiraba un pájaro colibrí que repentinamente había entrado al cuarto por la ventana, marchándose poco después. Cabizbajo partió el sacerdote hacia la iglesia, sintiendo una hondísima pena en el alma. En la parroquia oró con grandioso fervor, delante del ‘Cristo de Palo’, por su recuperación. Era la dama de sus sueños. Ansiaba siempre verla, escuchando nervioso su melodiosa voz al confesarse, aunque siempre le temblaba la mano cuando le daba la ostia. Cierto, él no podía imaginarse lo que sería su vida sin admirar a tan distinguida joven. Por un instante la recordó andando, llegándole la sensación de que no pisaba el suelo, sino que flotaba a milímetros del mismo.

    Pero la educadora no llegó a recuperarse. Expiró poco tiempo después, durante un triste atardecer en el cual caía una pertinaz llovizna. Dicen que lo último expresado por ella, extasiada, viendo hacia el patio, fue: “¡Miren, miren, la Virgen se está peinando, llueve con el sol afuera!”. Acto seguido realizó una inspiración, falleciendo con sus bellos ojos castaños muy abiertos, sonriendo levemente. 

   Fue velada durante la noche entera en la vivienda donde vivió y murió. Preciosa en su traje blanco, parecía dormir tranquila entre el ataúd. Mantenía esa leve sonrisa que a tantos les causó extrañeza. En la parroquia, el sacerdote, inquieto en extremo, se equivocó unas cuantas veces, notándosele compungido. La mayoría de los moradores del pueblo acudió al entierro, no así el camionero y su mujer, ambos lo miraron desde un ventanal. Doblaban las campanas continuamente, tocada por el apenado sacristán. Hasta sus alumnos, tal vez obligados por sus padres, acudieron uniformados. El cura iba lanzando ‘agua bendita’ en abanico, ‘espantando a malos espíritus’, además un humo de incienso que durante buen rato se sintió en todo el poblado. Los monaguillos portaban crucecitas, virándolas hacia tres lados cada vez que caminaban siete pasos, hasta llegar al lugar donde sería sepultada. Hablaron varias maestras, incluyendo lo pronunciado por el director de la escuela, quien habló de las virtudes de la extinta y su incansable laboriosidad en lo pedagógico. El cura, nervioso, no se cansaba de tirar al féretro su ‘agua bendita’, pero ya no había ninguna desde varios minutos atrás, agotándola completamente sin darse cuenta... La fenecida fue enterrada bajo una  ligerísima llovizna que se mantuvo cayendo de manera constante durante toda la noche sobre ese poblado altamente abatido.

    Se cuenta que nadie de Hato Mayor, ni la doméstica que le trabajaba en el día, tampoco el indagador sacristán, le conocían familiares. Es más, ninguno de allí sabía de cuál región del país era y por qué había venido a impartir clases en ese triste y olvidado pueblucho, llevando ya casi  cuatro años. Se comentaba que huía de algún perverso hombre. Sin embargo, las chismosas beatas, palpando con sus dedos el muy usado rosario, aseveraban cuando la contemplaban:   

    --¡Jum, allí va la desplantada en iglesia cibaeña!

    Ahora bien, la profesora fue muy discreta. Ella, igual a muchas damas, había aprendido a simular cuando se confesaba. Supo guardar con esmero el secreto de cuanto efectuó con el camionero y otros asuntos, llevándoselos a la  tumba. Con esto se cumplía el famoso proverbio: “Sólo la mujer conoce cuanto guarda en lo más profundo de su corazón”.

    Algunos días después del sepelio de la maestra pasó algo grande, estremecedor del pueblito, conmoviéndolo. Las devotas estaban muy angustiadas. Las antiguas generaciones del poblado ya casi lo han olvidado, y tampoco les agrada conversar acerca de lo sucedido. Es más, la mayoría de los jóvenes lo desconoce totalmente. Se sabe por borrachos, a quienes se lo dijeron sus viejos, igualmente pasados de tragos. Cuentan que lo acontecido pasó una medianoche en que sus padres escucharon campanadas, inquietando a un buen conjunto de sus moradores. Al comprender que la fémina del camionero no emitía sus conocidos gritos esa noche, ya que todo estaba tranquilo, acudieron a indagar de qué cosa se trataba. Cuando penetraron en la ligera oscuridad de la parroquia vieron al sacristán apenado y lamentándose, andando en forma inquieta, señalándoles una tétrica imagen reflejada por la luz de un enorme velón. Y ellos se espantaron al contemplar que el sacerdote de aquel templo estaba colgado, sujetado las manos a sus zapatos, la lengua fuera, ya que su garganta la tenía enredada entre la soga que iba hacia el campanario, con una silla cerca, tumbada, haciendo que su cuerpo estuviera oscilando a poca altura de la misma, originando los campanazos.  

    Jamás se supo si fue suicidio o accidente, creyéndose más en lo primero, en la inmolación. ¿Pero, por cuál motivo? Eso lo conocía el sacristán, pero nada dijo que el cura estaba muy inquieto desde el fallecimiento de la maestra. Eso nunca lo mencionó, pues le tenía un gran respeto. Todo eso se comentó discretamente durante meses, rumoreándose diversas conjeturas.

    Aunque la policía, asimismo la gente de la Iglesia, interrogaron al sacristán y a quienes hallaron ahorcado al sacerdote, no llegaron a indagar en la real veracidad de su muerte. Unos curas se llevaron su cadáver, ignorándose en dónde fue sepultado. Días después llegó su sustituto: era otro español, alto y flaco, de tupida barba, de mayor edad. Enseguida aquel nuevo párroco quemó bastante incienso, el de buena calidad, sintiéndose su olor por el pueblo entero, también entre sus montes. La parroquia quedó con esa esencia por muchos años. Ese clérigo realizó numerosas misas y procesiones, avisando con las beatas en cada vivienda que quienes no asistieran serían condenados al infierno. Desde luego, esto atemorizó a sus habitantes, los cuales llenaron la pequeña capilla temerosos de ser condenadas al ‘sulfuroso fuego’. Es más, la iglesia quedó muy diminuta por las tantas personas que concurrieron a tales misas. Vinieron hasta en burritos, desde las granjas cercanas. Empero, muy pocas no se presentaron, como pasó con el camionero y su mujer, enojando bastante al cura barbudo, quien los anotó en un libro de tono oscuro, que tenía dibujado en su carpeta un siniestro personaje rojo con cola y tridente en mano.  

    Ahora bien, si llegaron a descubrir el  motivo por el cual se ahorcó el cura, siempre se ocultó. “Era un gran pecado hacer comentarios sobre dicha muerte”, lo manifestaban de modo constante unos sacerdotes que duraron una semana por Hato Mayor, investigando acerca de de ese ahorcamiento. Por eso numerosos lugareños se asustaron muchísimo, casi el pobladito entero, quizá siendo la razón esencial que todavía poseen los actuales ancianos, de no conversar sobre el asunto, tratando de olvidarlo. Es más: aseveran cuando no están en bebidas, que tal suceso nunca sucedió, que es un cuento grande.

    El mismo fue quedando en el más estricto silencio y olvido, hasta ahora que lo referimos en esta narración, complaciendo a unos amigos comunicadores de esa comunidad, pues pertenece a su historia. Pero eso sí: me pidieron que no pusiera sus nombres.    

    A consecuencia del supuesto ‘suicidio’, considerables moradores de aquella localidad empezaron a dejarla, abandonándola, al comentarse que el poblado quedaría azarado por siempre. Varios propusieron quemarlo por  completo cuando se fueran.  Los que partieron lo dejaron todo, no quisieron llevarse absolutamente nada, vendiendo a precio vil sus viviendas con todos sus ajuares. Varios indagadores aseguran que esa es una de las razones fundamentales por las cuales tantos sujetos de esa población viven fuera del mismo, notablemente en Macorís, porque aún continúan huyendo, siempre de manera inconsciente de cuanto acaeció hace años entre esa iglesia.                                           

    La defunción de la maestra entristeció al camionero. Pensaba que le había ocasionado un horrible daño, lastimándola por dentro, causando su fallecimiento. Mas, su mujer, con seriedad le expresó: “Se hallaba enferma, sentenciada por los médicos de Macorís, del San Antonio. Duró más tiempo del que le dieron. Por eso me pidió ese favor contigo”.

    Empero, aparte de si realmente estaba desahuciada, lo cierto fue que la profesora le dio cincuenta pesos para que su marido le hiciera su tremendo sexo. No obstante, a consecuencia del lastimoso incidente, la concubina jamás se atrevió a pedirle a su macho ‘otra de esas ayudas’. Además, debía de  aguardar un mayor tiempo para que él estuviera en perfecta forma, bien disponible para realizarle su fabuloso acto y viajar deleitada por el cosmos.      

    A pesar de que algunas mujeres, ansiosas de hacer sexo con el conductor, prácticamente cuando pasaba cerca de sus moradas le provocaban levantándose sus largos vestidos, enseñándoselo de modo insinuante. Él se reía de esas cosas, no haciéndoles caso. Y tal vez porque esas féminas deseaban acostarse con el camionero, era bastante aborrecido por sus maridos. Pero otros jóvenes, quienes se consideraban extremados mujeriegos, dizque acabando con jamonas y matrimoniadas, manifestaban que el chofer se encontraba ‘pendejeando’, ya que podía poseer un harén casi tan grande como el que tuvo Salomón, aquel corrupto Rey de los Judíos.

    Tal vez por ser como era, un sujeto con poca cortesía, sin amistades, de su trabajo a la casa, determinadas mujeres se alejaban del poblado en carretas, igualmente a lomo de caballos y asnitos, aguardándolo, desnudándose a la vera del solitario camino real cuando transitaba despacio en su camión o al lado de una sugestiva y recta palmera. Ellas efectuaban posiciones eróticas, haciéndole señas de que viniera. Lo anterior se afirmaba con frecuencia, principalmente por adolescentes que las vieron desde los matojos, teniendo que autocomplacerse. Empero, se consideraba que a consecuencia de ser un ‘hombre poco mujeriego’, era que proseguía con vida en un pueblo sumamente machista. En cierta ocasión unos enojados hombres, celosos porque sus mujeres se burlaban de sus diminutos penes, exigieron en la iglesia que ese camionero como su mujer, fueran expulsados del pueblito debido a que se hallaban endemoniados. Sin embargo, la mayoría de las damas, incluyendo el cura, se opusieron tenazmente.   

    Mas, cuanto sucedía es que todos ignoraban que ese chofer, similar a su concubina, estaban preparados por una exuberante pitonisa que vivía en Samaná, dejada un tiempo atrás por un buque que llegó desde Luisiana, EE.UU, preparándoles esa mulata una extraña pócima para que hicieran ese tipo de sexo. Y ambos fueron donde dicha hechicera porque la concubina del conductor estaba harta de la constante eyaculación precoz de su marido. Cierto, la fémina del chofer se quedaba con un grandioso anhelo de continuar haciéndolo, gozando con el enorme falo hasta quedar bien satisfecha, lo cual no sucedía. Se dice que la hechizadora se admiró grandemente cuando se  lo contempló erecto al ratito de él haber ingerido la extraña bebida. Y esa bruja de Luisiana, muy encantada con el gigantesco falo, acariciándolo deleitada, le aconsejó que debía probarlo en ella para que el hechizo se realizara completamente, haciendo la bruja que su marido, un moreno gigantón con más de dos metros de altura, se lo hiciera a la concubina del chofer en otro cuarto. La hechicera y el camionero lo efectuaron por bastante tiempo, Ella lo disfrutó una enormidad. Hasta la vivienda llegó a estremecerse. La concubina del chofer se asustó cuando escuchó por vez primera el mugido de su marido al terminar su coito con la pitonisa.

    Finalizando esa larga relación, la hechicera les informó a sus clientes que el sexo entre ambos acontecería de cuando en vez, con preferencia cada diez días. Pero que les sería muy efectivo, duradero, valiendo por varios apareamientos, algo sumamente placentero para los dos. Pero eso sí: deberían de cumplirlo cabalmente o de lo contrario el hechizo se vendría abajo, igualmente estaban obligados a ser fieles para evitar contratiempos.  

    Desde luego, siempre de su impresionante e infrecuente sexo, intranquilizador del poblado, en toda la mañana, por horas, la  concubina se sentaba sobre una ponchera llena de agua fresca con alumbre, refrescando su maltratada vulva. Con suavidad se pasaba la diestra, suspirando con los hermosos recuerdos. Eso sí, entretanto y durante unos días, ella poseería una sonrisa enorme, no borrándosele ni durmiendo. Entonces apetecía que los diez días pasaran con rapidez, llevándolos escritos en un papelito. De esta  manera conocía los días que pasaban y faltaban para otra vez cabalgar y gozar tremendamente.   

    --Claro que debe ser otro asunto, pero... ¿qué cosa será, eh? --se interrogó la concubina del chofer con seriedad, mientras ingería café debajo de un tupido árbol de aguacate--.   

    La  región oriental amaneció nublada. Soplaban vientos de lluvia. Los parientes así lo contemplaron, conversando acerca de esa molestia. La mujer trataba de oírles, de no perderse nada. Ambos notaron que hacia donde debían de dirigirse se observaban numerosas centellas serpenteando el grisáceo firmamento Y consideraron que había por allá una  tormenta de rayos. En ese instante comenzó a llover profusamente. Ellos percibieron el agradable sonido del aguacero golpeando contra el tejado de zinc, especial para dormir. En eso, mirándose de manera picaresca, consideraron que lo mejor era quedarse en la casa, beber unos tragos y que la fémina les preparara un sabroso guiso de cuatro carnes. Claro, reposarían un poco de las carreteras. Temprano en la mañana, si no continuaba lloviendo, proseguirían esa labor de cargar cuanto el misterioso conuco producía, vendiéndolo por distintas poblaciones. Y decidieron salir un momentito para proteger al camioncito del enorme chaparrón. Asimismo fueron a comprar botellas de ron, varios tipos de carnes, víveres, etc., y cargando con todo, riendo cuales traviesos infantes, bien mojados regresaron a la vivienda. Cuanto adquirieron por partes iguales, se lo entregaron a la mujer, diciéndole el marido: “Ten, cocina un sancocho que levante hasta un muerto. Oye, y tráete tres vasos, eh”. La fémina lanzó una carcajada, viéndole complacida, llevándose todo hacia la cocina. Enseguida trajo unos envases. Sonreía cuando destapaba uno de los potes, echando un poquito del aguardiente al suelo (“Pa’ las ánimas”, murmuró), sirviendo en los recipientes un poco, casi la misma cantidad. Y los tres, chocando los vasos, ingirieron la bebida de un trago, haciendo feísimas muecas. La concubina, animada, echó más alcohol en cada uno, y con el suyo en la  diestra partió a  preparar la comida. “Vuelvo  pronto, no se me vayan muy delante no, pues tendré que alcanzarles”, expresó entre risa, pensando que esa noche tal vez montaría durante buen rato sobre su macho, pero se puso muy seria al advertir que la salamandra continuaba prácticamente en el mismo lugar en que antes la había visto. Tuvo la impresión de que la lagartija no se había movido ni un milímetro.            

   Y mientras los parientes bebían y ejecutaban planes acerca de cuánto proporcionaba el huerto, ignoraban que aquel hacendado ladrón y asesino tenía un perverso proyecto. Es que algunos de sus peones le continuaban hablando tanto de la increíble producción del raro conuco, incluso sobre esos dos sujetos que se lo estaban llevando todo en un camioncito, que uno era aquel flacucho de esa loma, desertor de su trabajo en la hacienda, vendiéndolo todo, ganando bastante dinero con cuanto no era de ellos, debiendo de pararles. Por esa razón el poderoso patrón decidió acudir al siguiente día para indagar la veracidad de cuanto le contaban con cierta rabia (la envidia rompía sus entrañas). Además, ansiaba ver al desagradecido que tanto había socorrido, permitiéndole realizar un bohío con su conuquito en esa colina suya, alejándose de su labor sin darle explicación. Sí, era un buen fresco. Tenía ganas de amarrarlo a un árbol, quitarle su camisa y propinarle una buena pela delante de los demás. Se la merecía. Debía dar el ejemplo. A esta gentuza hay que estar enseñándole quién es el que manda. Entonces, si cuanto afirmaban los braceros era realidad, se apoderaría de lo que el huerto originaba. Eso sí, metería a los dos en prisión durante unos meses por robar cosas de su propiedad. Incluso podía quedarse con el camión, utilizándolo en distintos asuntos. Bueno, luego hablaría con su Licenciado sobre eso. Pensó que la Ley podía darle ese derecho. El fiscal y el juez eran sus enllaves, igualmente la loma se hallaba dentro de su hacienda. Cierto, ambos se encontraban apoderando de lo que era suyo. Eso sí, vendería cuanto ese conuco engendraba, dándoles algo a sus trabajadores, algunos víveres, así laborarían con más intensidad.  

 

NOTA: Esta obra se encuentra registrada en la Oficina de Derecho de Autor, ONDA, como manda la Ley 65-’00.

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